LA VUELTA AL MUNDO EN 10 OBJETOS

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Me llama la atención, en tanto ateo confeso, la buena cantidad de objetos de origen religioso que hay en mi casa. Esta mano budista es uno de ellos. La compramos en el norte de Tailandia (quizá en Chiang Mai, quizá en Mae Sai) y tiene, además de su visible valor estético, un lindo mensaje: nos recuerda que el gesto que hacemos para dar y para recibir es el mismo. ¿Qué está haciendo? ¿Entregando una ofrenda o aceptándola? ¿Regalando o pidiendo? 

En el largo viaje que hicimos por el sudeste asiático en 2004 (año que acabaría con la tragedia del tsunami, dicho sea de paso) descubrimos paraísos perdidos y de los otros, y visitamos un sinnúmero de monasterios con su riquísimo paisaje de dorados a la hoja, columnas talladas, mosaicos brillantes, túnicas azafrán, campanas de bronce, escaleras bordadas de dragones y serpientes; y su aire casi siempre enriquecido por el canto de los monjes y el perfume del incienso. 

Para evitar confusiones estéticas y conflictos religiosos, anoto que nuestra mano budista reposa civilizadamente sobre un libro de inspiración turca (Ottoman Chic, de Assouline) y a la sombra de un alem, coronado por su medialuna islámica, que aquí no se ve.

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Tres nueces o semillas de ciprés mediterráneo que viajaron desde la legendaria Villa Adriana, en Tívoli, a nuestra casa de Montevideo. Las recogimos durante una melancólica e inolvidable recorrida por el cadáver de los feudos de aquel emperador lector, viajero y coleccionista que se llamó Adriano. Esa villa en las afueras de Roma fue su visión del cosmos, y en ese mundo fastuoso del que hoy apenas quedan huellas hubo lugar para termas y teatros, para palacios privados y para bibliotecas, para estanques que replicaban al Nilo y estatuas que evocaban su amada Grecia.

Habíamos leído Memorias de Adriano, claro (Yourcenar visitó la villa por primera vez en 1924, y recién en 1951 publicó su estupenda novela), y habíamos sido advertidos por Robert Kaplan, en su Invierno Mediterráneo, que la villa era el lugar que más lo había impresionado de toda Italia. Pero nada te prepara lo suficientemente bien para el impacto que provoca ese sitio arqueológico único, que en palabras de Eleanor Clark es una memoria más compleja que la de Proust. No es fácil explicar cómo puede resultar tan sobrecogedor un escenario en el que casi todo es indescifrable. El paisaje, eso sí, sigue poblado de antiguos olivos, pinos y cipreses.

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Este kilim de Sivas (una provincia de Anatolia, en Turquía), se lo compramos a Engin Demirkol, la dueña de una casa de alfombras en Ortaköy, un delicioso barrio de Estambul. Llovía, teníamos todo el tiempo del mundo, y pasamos horas conversando con ella en su tienda, instalada en una casa tradicional turca y a pasos de la singular mezquita del barrio, a la que las aguas del Bósforo le lamen la entrada.

Me gusta recordar que lo estrenamos en el apartamento que alquilamos por un par de semanas en “la colina de los infieles”, como los musulmanes llamaban en una época, y con cierto desprecio, a Beyoglu, o Pera (en griego: del otro lado), el barrio europeo coronado por la torre genovesa de Gálata que se alza frente al casco antiguo de Sultanahmet, cruzando el Cuerno de Oro.

Estambul es una ciudad mandada a hacer para disfrutarla con los sentidos: el tacto de los mármoles tibios de sus hammams, el olor que se apodera de cuadras enteras en torno a los mercados, el gusto de sus mezzes y sus lokums, el oído alegrado por la voz de Gaye Su Akyol cantando en Babylon, la vista seducida por el cambio de luces en ese mítico estrecho que separa dos continentes, mientras los barcos van y vienen… 

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No sé si queda gente que coleccione cajas de fósforos. Nosotros conservamos muchas: de hoteles y restaurantes, de bares y de discotecas, de aquí y de allá. Ésta, que es especial en muchos sentidos, está pensada para sacar de apuros a los fumadores de habanos y cigarros en uno de los bares más lindos del mundo: el King Cole Bar del hotel St. Regis de Nueva York. Lleva estampado el famoso cuadro de Maxfield Parrish que retrata al viejo rey… tirándose un pedo. Pero esa es otra historia, y conviene descubrirla aquí.

Hace un par de días leí en The New Yorker una nota sobre la tragedia de los hoteles de lujo en Manhattan. Sin turistas capaces de pagar sus abultadas tarifas a la vista, y con el personal reducido al mínimo, están dando batalla para sobrevivir a la pandemia y rogando para que las vacunas les permitan recuperar la clientela. La nota versaba básicamente sobre el Pierre, pero contaba también que el lobby del St.Regis estaba desierto la madrugada del 1 de enero y que la alfombra roja de la entrada pedía a gritos una aspiradora. Me cuesta creerlo. Daría lo que no tengo por ir a comprobarlo y tomarme otra copa en su bar, mirando el cuadro de Parrish.

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Junto con la música y los olores, los libros son, para mí, el recuerdo siempre más a mano de los viajes. De ningún otro sitio atesoro tantos como de Rio de Janeiro, que es donde siempre quiero volver. Donde siempre hay que volver. Mi biblioteca carioca le hace espacio a la historia, la política, la música, la literatura, la arquitectura, la fotografía y la cartografía antiguas, la comida, el carnaval, los personajes callejeros, las calles de la ciudad, los hoteles y un pequeño etcétera.

Este libro, que compré en la librería Argumento de Leblon, está enteramente dedicado a Arpoador, ese barrio con ínfulas de república surfista independiente apretado entre Ipanema y Copacabana. 

En estos días, tristes para mí y duros para el mundo, en los que siento tanta saudade de las playas brasileras, con la tremenda noticia de las arenas cariocas cerradas al público y su mar vedado a los bañistas (ningún profeta del apocalipsis se atrevió a tanto), lo tengo abierto en estas páginas que me recuerdan la indolencia de la niñez, la caricia del sol y la promesa de sal. En fin: todo aquello con lo que asocio a la ciudad más maravillosa del mundo.

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En medio del laberinto que tejen los zocos de la medina de Marrakech, donde se suceden herreros, carpinteros, joyeros, boticarios, tintoreros y tantos otros oficios, dimos con una ventana por la que se asomaba un viejito ciego al que le compramos este azucarero. Fue un mediodía, de regreso de una visita a la deslumbrante medersa Ben Youssef, durante ese único viaje a Marruecos que, hasta donde recuerdo, fue nuestro primer contacto con un mundo exótico a nuestros ojos. 

La medina roja es un asunto serio, y navegarla con éxito no es para cualquiera: 600 hectáreas rodeadas de casi 20 kilómetros de murallas; un dédalo vibrante en el que, amén de esos bulliciosos zocos, también hay lugar para un conjunto compacto y orgánico de prismas mudos, sordos y ciegos que esconden casas virtualmente cerradas al mundo, abiertas únicamente al corazón de su patio o jardín. Antes de seguir viaje a Essaouira pasamos unos días memorables en uno de esos riads, atendidos por una pareja de gays franceses que estarían viviendo su sueño orientalista a lo Paul Bowles. En cuanto a mí, abandoné el azúcar hace un tiempo, pero adoro tener este recuerdo a la vista.   

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Un souvenir más previsible, digamos pueril: un taxi londinense, a London black cab, si lo prefieren en inglés. Le tengo especial cariño porque es eterno y, hasta ahora, parece ser irrompible. Ocupa un lugar algo escondido entre los anacrónicos estantes para CD’s de una biblioteca, y ha resistido invicto a dos generaciones de niños que jugaron con él en esta casa. 

Me hace soñar despierto con Londres, ciudad a la que no he vuelto en décadas; me recuerda noches de pubs y de teatros (dos asientos en primera fila de platea para ver a Judy Dench la noche del estreno de su Filomena Marturano, por decir algo) y me rebela contra la incomodidad de buena parte de la flota de taxis de Montevideo. ¿Cómo podemos soportarlo?

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Lo que se ve aquí es algo tan sencillo y perfecto a la vez como un recoge-migas. Lo acompaña el reverso de una cuenta de la Brasserie Lipp, en París, donde una noche de enero de 2015 le pedí al mozo que nos había atendido que me escribiera correctamente el nombre en francés de tan envidiable adminículo. Lo uso menos de lo que quisiera, es cierto, pero tenerlo a mano para cuando jugamos al restaurante en casa y ponemos manteles blancos para los amigos, me permite evocar nuestros sabrosos vagabundeos por París: no sólo los que nos condujeron a la mesa de buenos restaurantes, sino también los de la entrañable época en que contábamos los francos (sí: fue antes del euro) para comprar dos baguettes, rellenarlas con jamón y paté y estirar así la estadía en la ciudad gastando más en museos y en teatros que en comida.

Ahora mismo, cuando corre marzo de 2021 y París está confinada otra vez a causa de esta pandemia que ha puesto el mundo patas para arriba, pienso en lo inocentes que éramos cuando nos burlábamos de los turistas japoneses que habían destronado a la fauna existencialista y letrada de las esquinas de St. Germain des Pres. Ver las terrazas del Deux Magots y del Flore cerradas a cal y canto y ocupadas por osos de peluche es mucho peor, me parece.

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Lo bautizamos Chaac, por razones obvias. Está algo castigado por el sol, porque lo tenemos desde hace décadas tutelando una ventana muy expuesta, pero como buen jaguar maya también sabe lidiar muy bien con la oscuridad de la noche. Nos lo trajimos de Antigua Guatemala, donde hacia fines de los 90 pasamos una Semana Santa tan espiritual como sensorial, parte de un viaje que también supo de ruinas, templos, cenotes y playas en México y Belice. En Antigua descubrimos el embriagante olor del copal, participamos de unas cuantas procesiones, dormimos en un viejo convento dominico devenido hotel de lujo, comimos como los dioses, conocimos colores imposibles. Y seguimos convencidos, 25 años después, de que Chaac protege nuestra casa.

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Esta foto es una foto en serio. No sólo por el lugar retratado, que como se ve a todas luces es la Catedral de Florencia con su baptisterio, sino por quienes la firman: los célebres Fratelli Alinari, tres hermanos que en 1852 abrieron un estudio de fotografía que hizo escuela y es considerado uno de los más antiguos del mundo. La foto, tomada a fines del 800, fue impresa artesanalmente en el atelier La Scuola della Carta, de Bologna, sobre papel vegetal hecho a mano y según la vieja usanza. La compramos en los hoy cerrados Archivos Históricos Alinari, que por entonces alzaban su cuartel general a pasos de Santa María Novella. Veníamos de almorzar en la Trattoria Sostanza y de asistir, en el Palazzo Cerretani, a una pequeña muestra en honor a Oriana Fallaci.  

El cenicero que asoma bajo la foto, dicho sea de paso, también lo compramos en Florencia. Para más datos, en el Mercatino del Antiquariato que se celebra (o se celebraba, quién sabe) el tercer domingo de cada mes en el piazzale Vittorio Veneto, junto al parque Cascine. Luce como algo muy caro, pero apenas costó diez euros. Arriba, Clever Lara. Pero ese es otro viaje.

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