UN BLOODY MARY EN MANHATTAN
Esta es la fascinante historia de un coronel que se ahogó en el Titanic, un barman que llegó de París, una obra de arte muy particular y un famoso trago de origen incierto. Todos se dan cita en uno de los lugares más bellos de Nueva York: el King Cole Bar del hotel St. Regis, escondido a metros de la Quinta Avenida. (*)
Antes de morir a los 47 años ahogado en el Titanic, el teniente coronel John Jacob Astor IV hizo unas cuantas cosas importantes. Fue empresario, inventor y escritor. Había nacido en 1864 en Rhinebeck, estado de Nueva York, y era bisnieto de John Jacob Astor, el magnate de origen alemán que amasó la más grande fortuna de Estados Unidos en su época, primero con el comercio de pieles y luego como especulador inmobiliario.
Estudió en la Universidad de Harvard y con apenas 30 años publicó su novela Un viaje a otros mundos, ambientada en Saturno y Júpiter hacia el 2000. Poco después inventó un freno para bicicletas y colaboró en el desarrollo de un original motor a turbina. En 1898 fue nombrado teniente coronel de un batallón de voluntarios que él mismo financió en Cuba, durante la guerra con España, y permitió que su yate, el Nourmahal, fuera utilizado por el gobierno de Estados Unidos en ese mismo conflicto. Para entonces ya había hecho millones en el negocio de bienes raíces.
En 1891 se casó con Ava Lowle Willing. El matrimonio tuvo dos hijos (Vincent y Ava Alice), pero se divorció en 1909. La separación fue un escándalo de clase, precedido por los rumores de infidelidad de Ava. John Jacob Astor IV volvió a casarse en setiembre de 1911, poco después de cumplir 47 años. Esta vez lo hizo con la joven Madeleine Talmage Force, de apenas 18, que quedó embarazada durante la larga luna de miel por Europa y Egipto. La pareja resolvió volver a Estados Unidos para dar a luz a su futuro hijo, y compró dos boletos de primera clase en el Titanic, que zarpaba el 10 de abril de 1912 de Southampton, y que ellos abordaron en el puerto francés de Cherbourg. Los acompañaban un mayordomo, una mucama, una enfermera y Kitty, una perrita Aireadle Terrier. Ocuparon los camarotes C 62, 63 y 64. La leyenda cuenta que el magnate estadounidense no le dio mayor importancia al choque contra el iceberg, descartando en primer momento que se tratara de un accidente fatal, y que sólo más tarde se convenció de que debía ayudar a embarcar a su mujer en un bote salvavidas. Ella sobrevivió al naufragio. Fue rescatada junto a otras personas por el RSM Carpathia y en agosto de ese mismo año dio a luz a un varón al que bautizó como John Jacob Astor VI. Volvió a casarse un par de veces.
El cuerpo de John Jacob Astor IV fue recuperado unos días después de la tragedia por otro barco, el Mackay Bennett. Estaba cubierto de sangre y hollín, lo que hizo que algunos especularan con que había muerto tras el colapso de la chimenea principal del Titanic, pero se lo pudo reconocer por las iniciales cosidas en el bolsillo del saco (o en el cuello de la camisa, según la fuente que se consulte) y por el reloj de oro que llevaba consigo. Fue enterrado en el cementerio de la Trinity Church de Manhattan.
El apellido familiar de nuestro infortunado empresario está indisolublemente ligado a la historia de Nueva York, y hasta hoy puede rastrearse en hospitales, escuelas, bibliotecas y otros tantos edificios que forman parte del patrimonio arquitectónico de la ciudad. Como se ha dicho, la saga comienza con el bisabuelo alemán, un visionario de mucho dinero y pocos modales que, a comienzos del siglo XIX, cuando buena parte de la población de la isla aún vivía arrinconada en una pequeña porción del extremo sur, empezó a comprar terrenos rumbo al norte. Llegó a tener en su poder más de 300 grandes parcelas, incluyendo buena parte del Lower East Side y de la zona que hoy se conoce como Times Square.
Después vinieron los hoteles. Los Astor dominaron la industria durante todo el siglo XIX y hasta bien entrado el XX. En 1836 el pionero John Jacob construyó el Park Hotel, muy pronto rebautizado como Astor House, en la intersección de Broadway y Astor Square. El establecimiento estaba pensado para tentar a los 70 mil hombres de negocios que cada año visitaban Nueva York por entonces, y pronto se convirtió en punto de encuentro obligado para políticos, periodistas y visitantes célebres. Hacia 1893, otro pariente del clan, William Waldorf Astor, le encargó al arquitecto Henry J. Hardenbergh (el mismo que firmó el edificio Dakota y el hotel Plaza) que levantara el Waldorf, cuya fachada de estilo renacentista germánico fue pronto opacada por el adyacente Astoria, que con cuatro pisos más de altura y planta en forma de L rápidamente empequeñeció al vecino. Curiosamente, el Astoria fue obra del mismo arquitecto, que esta vez actuaba bajo las órdenes de nuestro John Jacob Astor IV, para más datos primo de William Waldorf. Ambos hoteles se unieron en 1897, dando origen al primer Waldorf Astoria, que estuvo en pie hasta 1929 en el predio donde hoy se levanta el Empire State.
Los dos primos siguieron en el negocio. En 1903 William construyó el Astor Hotel, con estilo renacentista francés y 700 habitaciones. Tres años después, John Jacob Astor IV concluyó el Knickerbocker en Broadway y la 42. Con olfato seguramente heredado de su bisabuelo, el empresario entendió que una treintena de teatros en pocas cuadras a la redonda iba a constituir un jugoso segmento de mercado. El hotel se hizo conocido por su slogan “lujos de la Quinta Avenida a precios de Broadway”, y rápidamente se convirtió en el favorito de estrellas como Enrico Caruso.
Pero a mi modesto juicio, lo más bello que hizo John Jacob Astor IV antes de morir en el Atlántico Norte fue otro hotel: el legendario St. Regis de la calle 55 y la Quinta Avenida. Él creía firmemente que la tecnología que los ingenieros estaban empleando para levantar los primeros rascacielos que albergaban oficinas también debía servir para construir hoteles. En 1901, y con esa obsesión en mente, le encargó al estudio de arquitectos Trowbridge & Livingston y al constructor Mark Eidlitz que testearan su teoría. Así diseñaron el St. Regis, finalmente inaugurado en 1904 como el hotel más alto de Manhattan. Tenía 18 pisos y, por cierto, también era el más moderno y lujoso de su tiempo. Entre las novedades que presentaba el edificio se contaban el primer sistema de aspiración central, buzones de correo en cada piso y termostatos automáticos que permitían a los huéspedes acondicionar el aire de sus habitaciones.
Bautizado en honor a un misionero jesuita francés canonizado en 1737, el St. Regis se estrenó con 47 pianos Steinway para solaz de los pasajeros aficionados a la música y una biblioteca revestida en paneles de roble, que tutelaba unos 3 mil volúmenes lujosamente encuadernados en cuero, para quienes prefirieran la lectura.
Ha pasado más de un siglo, pero hasta hoy, la esquina sudeste de la 55 y la Quinta sigue siendo ennoblecida por la fachada Beaux Arts del hotel, que se eleva al cielo como una imponente columna clásica, con su base biselada y su decorado capitel.
El St. Regis fue remodelado varias veces. La primera en 1927, cuando Vincent Astor, hijo del teniente coronel, vendió el hotel a la compañía Duke Managment, que modernizó los servicios del edificio, agregó dos pisos y lo dotó de su famoso roof, en el que durante mucho tiempo funcionó el más elegante ballroom de Manhattan.
La última reforma, obra de la administración actual, data de este milenio y consumió unos 35 millones de dólares. Los interioristas Stephen Sills y James Huniford tuvieron a su cargo la redecoración de las 164 habitaciones y las 65 suites con que cuenta hoy el hotel, y para ello se valieron de dos paletas de colores: oro bruñido y amarillos manteca por un lado, verdeceladón y azules argentados por otro. Alivianaron los pesados ropajes de damasco que ocultaban la exquisita herrería nouveau de las ventanas, impedían la entrada de luz y le quitaban protagonismo a la enorme altura de los techos; y aunque mantuvieron los escritorios y las sillas Luis XVI originales, diseñaron buena parte del nuevo mobiliario de las habitaciones, incluyendo elegantes gabinetes en los que esconder televisores, sofás capitoneados y lámparas de cristal. Se les encargó un approach lo más residencial posible y se logró que las nuevas habitaciones tuvieran el aire de un lujoso apartamento neoyorquino, para que los viajeros pudieran experimentar, al menos por una noche, el placer de contar con su propio pied-à-terre en Manhattan.
Sin embargo, no es necesario hacer una reserva en el St. Regis para saborear su prosapia. Alcanza con visitar su rincón más reputado, el mítico King Cole Bar, y beber allí la historia de la ciudad de un buen trago. El bar data de la reforma de 1927, llevada a cabo por el estudio Sloan & Robertson, aunque su metraje y su fisonomía han sido modificados algunas veces más.
¿Qué tiene de particular ese recoleto feudo si se lo compara con otros célebres bares hoteleros de la ciudad? A fin de cuentas, no goza del tamaño ni de las vistas del Oak Bar del Plaza (ahora cerrado al público), que asoma sus narices al Central Park a través de grandes ventanales; no tiene la reputación literaria del bar del Algonquin, ni el famoso piano del Bemelmans Bar del Carlyle.
La estrella del King Cole Bar, un recinto más discreto, compacto y elegante que aquellos y otros colegas, es una obra de arte: el mural de Maxfield Parrish que adorna la pared del fondo. Se trata de un enorme y colorido tríptico que muestra al viejo rey Cole, un personaje cuya identidad se pierde en la noche de los tiempos pero que debe su popularidad a una rima infantil inglesa que data del siglo XVIII:
Old King Cole was a merry old soul
And a merry old soul was he;
He called for his pipe, and he called for his bowl
And he called for his fiddlers three.
Every fiddler he had a fiddle,
And a very fine fiddle had he;
Oh there's none so rare, as can compare
With King Cole and his fiddlers three.
Inspirada en esos versos que luego fueron canción, la pintura de Parrish muestra a este viejo rey gozoso rodeado de sus caballeros, criados, bufones y, por cierto, de sus tres infaltables violinistas. Pero lo hace de una manera nada ortodoxa. O al menos eso es lo que ha enseñado la leyenda que han hecho circular varias generaciones de clientes del King Cole Bar. Si se contempla la escena con atención, podrá descubrirse el talante avergonzado del rey, las aireadas reacciones de quienes lo rodean y hasta la mueca de asombro de los violinistas, que de pronto han dejado de hacer música. Todo ello tiene una razón: el viejo Cole acaba de tirarse un pedo.
Según contó hace un par de años al New York Times Eric P. Widing, jefe del departamento de pintura americana de Christie’s, más allá del mito alimentado por las malas lenguas, la teoría podría tener cierto asidero. A comienzos del siglo XX, una camarilla de pintores e ilustradores estadounidenses se habría embarcado en una divertida competencia para ver quién retrataba mejor, en una obra de arte, la bochornosa circunstancia de las flatulencias. Y Parrish habría ganado la apuesta con este mural. Como reconoce el experto, cierta o no, la historia es buena y alimenta la leyenda de una pintura declarada patrimonio de la ciudad y hoy valuada en 12 millones de dólares.
John Jacon Astor IV se la encargó a Maxfield Parrish en 1905, para su hotel Knickerbocker, inaugurado un año más tarde. Pagó por ella cinco mil dólares. Y dado que a la sazón la cifra resultaba astronómica, el empresario deslizó que, por ese dinero, él mismo debería aparecer retratado como el rey. Desde entonces se cree que Parrish usó la cara del hotelero como modelo para el monarca de su mural, que vino a dar al St. Regis recién en 1935, tras la demolición del Knickerbocker. Así las cosas, hoy podría afirmarse, medio en broma, medio en serio, que en uno de los más elegantes recintos de Manhattan, su mentor y financista, John Jacob Astor IV, aparece retratado con los mismos malos modales que hicieron famoso a su todopoderoso bisabuelo.
El mural de Parrish fue restaurado en el año 2007. La pátina del tiempo, las manchas provocadas por el humo y la nicotina, e incluso las involuntarias salpicaduras de alcohol por parte de algún barman excitado o distraído, habían hecho su trabajo. No se lo tocaba desde 1950, cuando había sido limpiado y reparado bajo la supervisión del propio Parrish. Esta vez fue llevado a un estudio de Chelsea, donde a las órdenes del restaurador Harriet Irgang se llevaron a cabo delicados trabajos que insumieron varios meses y costaron 100 mil dólares. Ya no se permite fumar en el King Cole Bar.
Pero la fama mundial de ese templo no sólo radica en la polémica y admirada pintura de Parrish sino básicamente en otra obra de arte: un trago llamado Bloody Mary. Porque un año antes de que Old King Cole y sus fiddlers three desembarcaran en el St. Regis, un barman llegado de París, Fernand Petiot, ya hacía de las suyas detrás de la barra. Había traído consigo un cocktail, al parecer concebido por él mismo, a mediados de los años ‘20, en el Harry’s Bar de París. Como se sabe, la mezcla que lo compone descansa básicamente en un tercio de vodka y dos de jugo de tomate, a los que se agregan aderezos varios. Pero las pistas sobre el origen del Bloody Mary, su receta exacta y el lugar donde fue concebido, no son del todo claras. Una de las versiones más repetidas y aceptadas cuenta que Petiot había recibido, de manos de un exiliado ruso en París, varias botellas de un excelente vodka moscovita. Sin saber qué hacer exactamente con la bebida, y para bajarle su alta graduación alcohólica, decidió mezclarla con jugo de tomate. Un cliente yankee del Harry’s Bar habría bautizado el trago en honor a una chica de nombre Mary, corista o moza de un club de Chicago llamado The Bucket of Blood, pero dado lo retorcido de la historia el barman habría preferido presentar el trago a sus clientes de la rue Daunou como un homenaje a la reina británica Mary Tudor.
La historia vuelve a enredarse al otro lado del océano, cuando Petiot llega a Nueva York y es contratado en el bar del St. Regis. La versión más romántica y difundida cuenta que el gerente del hotel (o un habitué: depende a quién se le crea) encontró el trago algo soso, y que para complacerlo, Petiot le agregó los mágicos aderezos que lo modificarían para siempre: sal, pimienta negra, limón, salsa Worcestershire y Tabasco. Una pista distinta atribuye la creación del cocktail a otro barman, George Jessel, y cita artículos de prensa en los que el propio Petiot reconoce que la mezcla de base no fue idea suya, aunque se adjudica el mérito de los posteriores aditivos que terminaron de darle forma al trago.
En todo caso, el King Cole Bar se jacta de haber perfeccionado el Bloody Mary y de haberlo presentado en sociedad en Estados Unidos. Como lo de María sanguinaria sonaba demasiado vulgar en ese aplomado recinto, hasta hoy el bar del St. Regis lo sirve bajo el nombre con que allí fue rebautizado: Red Snapper. Y lo hace acompañado del elegante copetinero en el que viajan almendras, castañas, avellanas, pretzels y otros snacks hoy a la moda, como los crocantes de wasabi.
Sólo una vez en la vida me alojé en el St. Regis (un gélido enero, sin el menor atisbo de culpa, desembolsé una pequeña fortuna para pasar tres días de gloria atendido por una butler ataviada de jacquet negro y guantes blancos que, de tan parecida a Glenn Close que era, casi daba miedo), pero he estado en su legendario bar repetidas ocasiones a lo largo de los años. Lo he visitado solo y acompañado. Me he apoltronado en sus butacas de cuero, junto a sus mesas, y he bebido en la barra de cara al barman y al viejo y pedorro Cole. Lo he visto desierto, a media tarde, cuando los ejecutivos todavía no llegaban a la cita, y envuelto en el murmullo de la nochecita, cuando se llena de hombres bien trajeados y mujeres de tacos altos. He meditado en silencio, he conversado animadamente y he parado la oreja para escuchar insólitas conversaciones sobre vacaciones en Aspen o millonarias inversiones en la Bolsa. En cualquier caso, siempre he salido de allí convencido de que ese pequeño bar hotelero destila New York por todos sus poros.
No he visto el mural de Parrish desde que fue restaurado por última vez. Pero sé que volveré. Y sé que me bastará pasar bajo la larga marquesina que el St. Regis extiende a lo largo de su vereda, echar un vistazo a la anacrónica cabina de bronce dispuesta para el portero, trepar a paso firme los escalones de la entrada, sonreírle con mundana complicidad al conserje de turno, como si hubiéramos dejado de vernos ayer mismo, zambullirme en el reluciente mármol del pequeño lobby, prestar atención al afrancesado tintineo de la araña de cristal del ascensor, avanzar en busca del King Cole Bar, acodarme finalmente en su barra y ordenar un Red Snapper a la salud del teniente coronel John Jacob Astor IV para sentir que ciertos esplendores de la Manhattan de antaño siguen en pie. Hoy como ayer. Como si el Titanic nunca se hubiera hundido.
(*) Esta crónica fue publicada originalmente con el título Un Bloody Mary por el coronel en mi libro Una Forma de Viajar / Placeres Mundanos, editado en 2010 por Aguilar.