IMPERFECTOS VAGABUNDOS
En vísperas de un nuevo aniversario de la toma de La Bastilla, y a las puertas de un fin de semana que permita lectura larga, esta crónica se asoma a los 20 distritos que caracolean por París. De paso, nos invita a reflexionar sobre el arte de vagabundear, que no es algo tan sencillo como parece. (*)
Un poeta maldito que adoraba las ciudades y un intelectual crítico obsesionado en descifrar todos los signos del tejido urbano. Es decir, el francés Charles Baudelaire y el alemán Walter Benjamin, son nuestros cicerones en la difícil misión: seguirle el rastro al flâneur que todos hemos querido ser cuando ponemos un pie en París.
Flâneur, palabra intraducible y hermosa. Designa a quien deambula por la ciudad y hace de su andar sin derrotero un fin en sí mismo, casi una obra de arte. Transeúnte mirón, caminante sin meta, voyeur urbano, el flâneur original no era un individuo contemplativo en el sentido romántico o bucólico de la palabra. No echaba de menos la naturaleza en medio del asfalto porque tenía otro jardín con el que entretenerse: los agitados y lujosos pasajes urbanos que la era industrial había levantado en el París del siglo XIX. Un amigable limbo para ese hombre bien vestido, culto y sano; un terreno a medio camino entre la intimidad del hogar y la intemperie de la calle.
Seguir hoy los pasos de ese legendario paseante, que antes de Baudelaire y Benjamin ya habían vislumbrado en otros escenarios Jean Jacques Rousseau y Edgar Allan Poe, es casi imposible. En primer lugar, porque el París de sus andanzas primigenias fue enterrado por los grandes bulevares que abrió el barón Haussmann, degradando su elegante condición de pasajero a la de mero peatón, y porque el tráfico moderno le complicó la vida para siempre. Pero también, y desde un punto de vista más espiritual, porque el spleen, ese dulce veneno que motivaba a los flâneurs a salir a la calle para escuchar sus propios pasos y luego distraerse con la multitud, ha sido reemplazado por un hedonismo feroz. Aquel tedio vital, aquel hastío, aquel aburrimiento que inspiraba a los poetas, ya no existe.
De modo que, ¿puede narrarse París nuevamente? ¿Hay algo original para decir sobre ella o nuestras palabras solo serán un eco, como los pasos de un paseante que persigue a otro paseante que persigue a otro paseante?
En cierta medida, esta es una ciudad condenada: lo que el mundo entero le pide es que no cambie. A lo largo de las décadas, cada intervención urbana ha sido sometida a un tribunal internacional en el que hasta el turista de tres días y dos noches sentencia con la autoridad de un juez.
Todos opinamos. ¿Qué piensas de los caños de colores del Pompidou? ¿Y de la Tour Montparnasse? ¿Cómo han podido hacer ese horrendo Forum en Les Halles? ¿Qué tal te sienta el bosque de columnas del Palais Royal? ¿Te gusta la pirámide del Louvre? ¿No encuentras demasiado angostos los escalones de la nueva Ópera de la Bastilla? Por fin han retirado de la Place de la Concorde esa imperdonable rueda gigante. ¿Ya viste la Biblioteca que mandó hacer Miterrand?
En todo caso, y aun cuando aprobemos gustosos ciertas innovaciones, lo que verdaderamente nos reconforta de París es que siga pareciéndose a sí misma lo más posible.
Todavía recuerdo la impresión que me produjo descubrir un cartel de Gap muy cerca de la esquina letrada y existencialista que tutela la torre románica de Saint Germain des Prés. Ya hacía mucho tiempo que Les Deux Magots, el Café de Flore y la Brasserie Lipp habían dejado de ser frecuentados por grandes pensadores locales y que sus mesas se habían rendido a turistas con dinero de los cuatro puntos cardinales. Pero como el aura de ese barrio nunca termina de darse por vencida, cada bastión que cae, cada librería que se pierde a manos de una boutique, cada anticuario o cada editorial que desaparece del mapa del distrito 6 nos arranca un nuevo suspiro de lamento.
Una generación de parisinos ya había puesto el grito en el cielo cuando el café Royal St. Germain fue reemplazado por el Drugstore Publicis, y más recientemente otra camada de ciudadanos vería morir el drugstore a manos de Armani.
Pudo ser peor, pensándolo bien. Aunque para todos los que amamos París, ese barrio siempre tendrá el carácter de una postal en blanco y negro que evoca años dorados. En esa tierra prometida Simone de Beauvoir siempre encontrará calor junto a la estufa central del Flore. Siempre habrá un sótano a la vuelta de la esquina para escuchar buen jazz y celebrar que el invierno de la ocupación ha quedado atrás.
Caminar sobre las suelas del recuerdo, decía Benjamin. Los primeros viajes a París suelen ser eso: una permanente excursión al pasado. En esta celda esperó la guillotina María Antonieta, aquí yace Napoleón, por este patio del Louvre caminaron los nazis, este cruce de calles en Montmartre fue pintado por Utrillo, estos son los vitrales más bellos de la Edad Media, aquí fue aclamado De Gaulle tras la liberación.
Luego avanzas unas casillas en el largo camino del conocimiento y te ves tentado a ignorar la Historia, que impone tanto respeto, para tutearte con un presente menos exigente. En algún viaje, incluso te das el lujo de no visitar ningún museo. Te convences de que la mejor manera de disfrutar París consiste en estar en la calle el mayor tiempo posible (a la manera de los viejos clochards, solo que con algo de dinero en el bolsillo), esperando que la ciudad te sorprenda en cada esquina.
Pasteurizado, desprovisto de todo contenido poético, literario o socio-económico, un falso espíritu flâneur se contagia incluso al recién llegado que ignora el significado de la palabra. En poco tiempo, hasta el paseante menos ilustrado se siente capacitado para desautorizar libros, guías y toda recomendación calificada en nombre de un vagabundeo más bien frívolo, cuya misión consiste en evitar los sitios turísticos como si se tratara de la peste. Brota entonces un nuevo cliché: la fobia a los lugares comunes. El círculo es tan perverso, que entre las guías más vendidas se cuentan las que hablan mal de las guías, ufanándose de que ellas sí hubieran sido aprobadas por el mismísimo Benjamin. Si la epidemia sigue extendiéndose, pronto habrá menos gente haciendo cola para trepar a la Torre Eiffel o al Arco de Triunfo que husmeando en rincones apartados y supuestamente secretos.
No es cierto, o al menos no del todo exacto, que cometamos un pecado mortal cada vez que nos dejamos guiar. En el fondo, siempre estamos siguiendo los pasos de otros, muchos de los cuales saben más que nosotros y pueden abrirnos algunas puertas que de otro modo nos serían vedadas.
París es una ciudad bastante generosa en ese sentido. Basta abrir el semanario Pariscope, buscar con cierto olfato y criterio en la sección Conferences y elegir el tour y el cicerón adecuado.
Un ejemplo. Hace ya muchísimos años di con una flacucha profesora que un domingo gris de octubre se ofrecía, 35 francos mediante, para guiar a los interesados por el Instituto de Francia. De no haber sido por ella, jamás me hubiera sentado en los sillones de la Academia que fundó el cardenal Richelieu en 1635.
La cita tuvo lugar a las tres de la tarde. Punto de encuentro, 23 del Quai de Conti. Lloviznaba. El agua bañaba el gracioso semicírculo del Instituto, cuya cúpula y columnata evocan la Roma barroca y recuerdan ligeramente a una San Pedro en miniatura. Del otro lado del Pont des Arts, con su pasarela de madera lustrosa y reluciente por la lluvia, la fachada militar y dieciochesca del Louvre; francés, simétrico y majestuoso.
Yo llevaba semanas pasando por el lugar, porque ocupaba una pequeña habitación en la calle Bonaparte, muy cerca de allí, pero nunca había reparado en la exquisita Minerva (diosa de las ciencias y las artes) que reinaba sobre el medallón en honor al cardenal Mazarin, quien legó el Colegio de las Cuatro Naciones que funcionó en ese edificio entre 1688 y 1790. El detalle no figuraba en ninguna de las dos o tres guías con las que me movía por París en aquel entonces, y fue la primera guiñada de experta que la profesora hizo al pequeño grupo que aquella tarde decidió seguirle el tren. De inmediato nos condujo al patio de honor del edificio, presidido por los pórticos de entrada a la que supo ser la primera biblioteca pública de la ciudad, nos regaló algunos conceptos sobre la Francia de la época de Mazarin y, tras visitar su tumba, nos franqueó el paso al recinto donde sesiona la célebre Academia. Sillones grises para el público, verdes para los miembros. En estos últimos nos sentamos nosotros, muy impunes, y bajo la imponente cúpula de la antigua capilla del Colegio de las Cuatro Naciones atendimos una estupenda charla sobre la historia de las academias. Acabada la ilustrativa conferencia, que nos hizo viajar de la Grecia de Platón a la Francia de Marguerite Yourcenar, visitamos el otro patio, el Bureau des Longitudes en el que trabajan los astrónomos y las viejas habitaciones que en su tiempo ocupaban profesores y alumnos. No hubiera sido posible hacerlo sin una guía. Por mucho que nos hubieran seducido Las flores del mal de Baudelaire, por mucho Benjamin que hubiéramos leído en facultad.
Hace años que no vagabundeamos por París. En todo caso, más a la manera de aquel detective que trillaba los pasajes cubiertos de la ciudad deslumbrado por el espejismo de sus tiendas pero también en busca de alimento cultural, seguimos pistas, verificamos datos.
Pruebas al canto. Una satinada revista estadounidense me informa que la mejor isla flotante de la ciudad se come en el restaurante La Fontaine des Mars de la rue Saint Dominique, cosa que compruebo gustosamente un soleado mediodía; el suplemento de un diario francés me guía hasta Saint Paul, en el Marais, tierra de viejos artesanos, judíos ortodoxos de todas las edades y jóvenes diseñadores gay; de algún modo me entero de que la noche joven vibra en la calle Oberkampf, y termino verificando cuán animado es el Café Charbon, atestado de jóvenes vestidos de negro que fuman, fuman y fuman; un libro de arte me alienta a llegar hasta la rue La Fontaine, en el distrito 16, para deleitarme con los palacios modernistas levantados por Hector Guimard y después deslumbrarme, un poco más al norte, con las villas Boileau y Montmorency, islotes de silencio y lujo abrumador donde viven los parisinos más privilegiados; las noticias que veo en el informativo despiertan mi curiosidad por la zona de La Goutte D’Or, en el distrito 18, que es escenario de una París multiétnica y algo convulsionada, pero también del lujo globalizado que representa, por ejemplo, un moderno hotel con el primer ice-bar de la ciudad. Hay sitio para todo.
En uno de mis últimos viajes a París me impuse la rutina de desayunar cada día en un arrondissement distinto. Descender con el estómago vacío al árbol de Mondrian (como Julio Cortázar, muy plásticamente, llamaba al metro) no es exactamente un placer, en especial cuando el trayecto es largo y supone trasbordos, pero me hacía mucha ilusión asomarme al redondo caracol de los veinte distritos parisinos desde mesas y ventanas diferentes cada mañana.
Un día me bajé en Ledru Rollin, en la frontera entre el 11 y 12, para comenzar la jornada en el Pause Café de la calle Charonne y tomarle el pulso al París bobo, como llaman los franceses a los feudos tomados por la bourgeoisie-bohème. La fauna era exactamente lo que esperaba: jóvenes de aspecto intelectual, con pelos cuidadosamente despeinados y lentes de grandes monturas, basureros retirando los contenedores de la noche y una simpática camarera con aspecto de protagonista de un film-noir del siglo XXI. A escasas cuadras de allí, otro planeta: el excitante Mercado D’Aligre, en la calle del mismo nombre, con su consabido despliegue de verduras de la Provence, frutas de Madagascar y animalitos emplumados de todos los rincones de Francia. En cuanto a la gente, inmigrantes musulmanes de todas las edades y colores, y ancianas del barrio enfundadas en largos abrigos y calzadas con zapatillas deportivas, que llegaban, carro en mano, en busca de almendras, hongos o un par de filetes de pescado.
Otra vez me apeé del metro en Republique, para adentrarme en el distrito 10 y tomar mi café-creme rodeado por la gente linda que frecuenta Chez Prune, a orillas del Canal Saint Martin aunque bastante lejos del espíritu del cineasta Marcel Carné: solitarios y solitarias muy bien vestidos que habían llegado en bicicleta, familias felices que parecían salidas de una producción fotográfica para una revista de moda. Después crucé el canal rumbo al Hospital Saint Louis, porque en algún lugar había leído que sus jardines valían la pena y que su secreto patio recordaba la elegancia cuadrangular de la Places des Vosges. Era cierto.
Otra mañana viajé hasta las entrañas del 13, que los mapas callejeros denominan Gobelins, descendí del metro en la estación de Corvisart y trepé una colina, la bucólica Butte aux Cailles, para desayunar acodado en la barra de un bar ignoto, justo donde desemboca la calle de los Cinco Diamantes, atendido por un matrimonio con toda la pinta de infeliz. Eso no empañó, por cierto, el disfrute de ese rincón de la ciudad en el que París recupera la semblanza de un pueblo de provincias. Eché un vistazo a las casas alsacianas de la rue Daviel, husmeé en los pasajes Boiton y Barrault, miré a los viejitos de ese antiguo reducto proletario nadando en la piscina termal de la plaza Paul Verlaine y rematé la caminata por esas calles empedradas y silenciosas en la placita des Peupliers, donde otro islote de casas con viñas y enredaderas parecía desmentir que estuviese en la trajinada capital del país.
Verifiqué que hubiera mercado en la calle Mouffetard el día que fui hasta el Barrio Latino para arrancar la jornada en Le verre a pied, desde donde puede apreciarse el ir y venir de gente en busca de quesos, panes o crustáceos. Luego remonté el repecho para llegar a la Contrascarpe y de allí seguir hasta las vecinas Arenas de Lutetia, vestigio del recinto donde nació París.
Supongo que pensaba en la Amélie de Jean Pierre Jeunet cuando tomé el metro hasta Abbesses, en el distrito 18, y desayuné en Le Sancerre, antes de surcar por enésima vez los laberintos artísticos de Montmartre, siempre guiado por el mapa de su simpático museo barrial.
Una mañana me fui al 14, para seguir la huella del pasado en algún antro alicaído del bulevar Montparnasse; otra al 19, para ver el presente en el Café de la Musique, demasiado design para mi gusto; otra me quedé en el barrio para mirar el curioso centauro de César desde la terracita del Bar de la Croix Rouge, donde el mozo refunfuñó porque no dejé buena propina.
Y así sucesivamente. Una mesa, una ventana y una París distinta cada día. Dediqué el último a mi reducto favorito del distrito 1: Le Fumoir, junto a la plaza del almirante Coligny. Me dejé caer en uno de los comodísimos sillones de cuero de la entrada y mi vista se perdió a través de su generoso ventanal. Justo enfrente, la fachada trasera del Louvre; más allá, el entrañable Pont des Arts y la columnata italiana del Instituto; a lo lejos, la torre románica de Saint Germain des Prés. Siempre quiero volver a esa ventana.
Siempre queremos volver a esa ciudad, averiguarle algo más. En Ermitaño en París, el escritor Italo Calvino cuenta que el paso del tiempo lo llevó a cambiar su modo de relacionarse con el mundo, que con la llegada de la madurez pasó de la exploración a la consulta. De ese modo (dijo esto a mediados de los 70, cuando tenía unos 50 años), el mundo se había transformado para él en un gran banco de datos disponibles para ser comprobados, combinados, transmitidos.
Entonces podría decir que París –veamos qué es París– es una gigantesca obra de consulta, una ciudad que se consulta como una enciclopedia; se abre una página y te da toda una serie de informaciones de una riqueza como ninguna otra ciudad. Tomemos las tiendas, que constituyen el discurso más abierto, más comunicativo que una ciudad expresa. Todos nosotros leemos una ciudad, una calle, un tramo de acera siguiendo la fila de tiendas. Hay tiendas que son capítulos de un tratado, tiendas que son voces de una enciclopedia, tiendas que son páginas de periódico. En París hay tiendas de quesos donde se exponen cientos de quesos todos distintos, cada uno etiquetado con su nombre: quesos envueltos en ceniza, quesos con nueces; una especie de museo, un Louvre de los quesos (…) Hay un tipo de tienda en que se siente que esta es la ciudad que dio forma a ese particular modo de considerar a la civilización que es el museo. Y el museo, a su vez, ha dado forma a las más variadas actividades de la vida cotidiana, de modo que no hay solución de continuidad entre las salas del Louvre y los escaparates de las tiendas. Digamos que en la calle todo está listo para pasar al museo o que el museo está listo para englobar a la calle.
Ciertamente, París es la ciudad de los museos, y su oferta en la materia no para de multiplicarse. ¿Quieres ver cómo eran los aposentos art dèco en que vivía la diseñadora Jeanne Lanvin? Para eso está el nuevo Museo de Artes Decorativas, que propone un viaje sin tregua de la Edad Media al siglo XX. ¿Prefieres pasar el día inspeccionando máscaras africanas, instrumentos musicales de Oceanía o esculturas antropomórficas de las Américas? Pues entonces date cita en el Quai de Branly, y cruza los dedos para que la monumental arquitectura de Jean Nouvel o los jardines de Gilles Climent no te distraigan de tu cometido. ¿Te quita el sueño el cristal y quieres ver una colección de piezas prestigiosas dispuesta con criterio escenográfico en un viejo hôtel particulier por Philippe Starck, el pope del diseño moderno? Ve al Museo Baccarat, junto a la plaza Estados Unidos. ¿Lo tuyo es algo más clásico, como la historia de París contada a través de la pintura, el mobiliario y otras artes? Seguro que no te decepcionará el Carnavalet, siempre en pie en el corazón del Marais. ¿Prefieres las innovaciones técnicas y la ciencia, y todavía no has visto el péndulo de Foucault? Encamina tus pasos a la calle Réaumur y busca el Musée des Arts et Métiers.
En París hay museos del erotismo, de la moneda, de cartas y manuscritos, del fumador, de la historia del judaísmo, de armas, del cine, de caza y naturaleza, del mar, de la fotografía, de la curiosidad y la magia, de medicina, de gobelinos, de la marina, de la Edad Media, del perfume, del 1900, del correo, del vino, de la radio, de la vida romántica…
Todo está debidamente catalogado, etiquetado, como sugería Calvino y tal cual le conviene al detective que sale a la caza de datos para alimentar su diario personal con las páginas de esa enorme enciclopedia abierta que es París.
Pero a veces, los encuentros casuales dignos de un flâneur también pueden suceder mientras se inspecciona un territorio muy bien delimitado, en el que uno sabe, o cree saber, qué ha ido a buscar.
Una tarde cualquiera, de un otoño cualquiera, eso no importa ahora, pasé largas horas en el Museo Rodin que funciona en el viejo Hotel Biron de la rue Varenne. Un aire rubio bañaba sus bellísimos jardines, en los que el más célebre Pensador reflexiona en silencio desde el lejano 1922, flanqueado a un lado por el plateado triángulo de la Tour Eiffel, que se recorta a lo lejos; y por la dorada redondez de la cúpula de Les Invalides al otro, en un plano más cercano. He estado allí varias veces, pero nunca olvidaré el impacto que me produjo ver, aquel día, a un grupo de niños muy pequeños dibujando frente al imponente monumento a Los Burgueses de Calais. Estaban sentados en el suelo, con sus lápices y sus hojas. Rodeándolos de pie, la maestra repetía: essayez de faire un petit effort, intenten hacer un pequeño esfuerzo. Uno de los niños respondió, con tanta gracia como razón: ce sera très dur!, ¡esto va a ser muy duro! Estuve un buen rato contemplando la escena, que se me antojó una metáfora viviente de la pasión parisina por el arte, y luego entré al edificio principal.
Mi vista y mi intelecto se iban acostumbrando a la poderosa belleza de los bronces y los mármoles esculpidos por Rodin (la fuerza de El hombre que marcha, la gracia de El beso, el misterio de La mano de Dios), cuando al llegar a una de las salas, súbitamente, toda mi atención fue devorada por una colorida tela: el retrato de Le Père Tanguy, un óleo de Vincent Van Gogh que me capturó por completo, haciéndome olvidar de todo lo demás. Tenía cierto sentido que ese cuadro estuviera allí, puesto que formaba parte de la colección privada del escultor, donada por él mismo al Estado junto a toda su obra, pero no era eso lo que yo había ido a buscar a la rue Varenne. Tal vez por ello me sentí tan atraído hacia esa figura, que muestra al famoso comerciante y galerista de Montmartre rodeado de sus estampas japonesas. Por un largo rato traicioné al dueño de casa con otro artista que, sin previo aviso, atrapó mi interés mientras vagabundeaba por el Hotel Biron. Después volví a los jardines. Uno de los folletos del museo insistía en que las tres hectáreas de su parque, inmersas en el corazón de París, eran un sitio ideal para el bon flâneur. Así que antes de retirarme le eché otro vistazo al monumento a Balzac.
Para Honoré de Balzac, otro gran observador del espectáculo de la vida, la flânerie era una ciencia. El novelista que soñó escribir La Comedia Humana, y que en su momento había estudiado muy seriamente La fisiología del gusto de Brillat-Savarin, definía a la flânerie como la gastronomía de la vista. Mirado desde esa óptica, el flâneur parisino es un observador privilegiado de la vida urbana, pariente cercano del comensal entendido que sabe degustar las delicias de la buena mesa. Saborea la ciudad y la degustación es su herramienta.
La mayoría de los hombres pasean por París como comen, como viven: sin pensar. Hay pocos músicos hábiles, pocos fisonomistas ejercitados que saben reconocer la clave de esas notas dispersas y la pasión de la que proceden. ¡Oh, errar por París! ¡Adorable y deliciosa existencia! Flâner es una ciencia, es la gastronomía del ojo. Pasear es vegetar. Flâner es vivir.
Desde ese punto de vista, expresado por Balzac en La fisiología del matrimonio, la flânerie es esencialmente diferente del paseo: este solo compromete al cuerpo, aquella tiene que ver con el espíritu y con los sentidos.
La actividad del flâneur comporta una alta cuota de erotismo. No solo por la carga que supone desposar, el verbo que empleaba Baudelaire para vincular a su paseante con la multitud, sino también porque la práctica de quien pretende mirar sin ser visto es, de algún modo, un acto voyeur.
Pero si algunos flâneurs parisinos se regodeaban en la seducción de la multitud, otros encontraron su fuente inspiradora en la desolación.
Es el caso del gran fotógrafo Eugène Atget, cuya cámara salió a la calle día a día para registrar un París lateral, mínimo, ignoto. Un París alejado de la belleza y la opulencia de los grandes bulevares que estaban a punto de enterrarlo. Su ojo se detuvo en patios vacíos, en calles desiertas, en fachadas impenetrables, en ventanas que se asoman a interiores sombríos, en objetos sueltos, olvidados y descontextualizados que más tarde le abrirían la puerta al surrealismo.
Es mirando sus fotos cuando comprendemos hasta qué punto estamos prendados del viejo París (ese que nunca conocimos y cuya memoria él rescató del olvido), y cuánto deseamos que la ciudad permanezca casi tan inmutable como un decorado teatral.
En efecto, nos fascinan sus muelles despoblados junto a los que atracan barcas vacías; la soledad a que están entregadas sus esculturas de las Tullerías, donde nadie ocupa las sillas; las vidrieras de esos comercios cuyas puertas parecen estar abiertas solo para nosotros; las fuentes cuyo rumor de agua nadie escucha; los vestíbulos y las escaleras de esos hoteles privados en los que nadie seguirá nuestros pasos; los pasajes cubiertos por los que nadie camina; esos interiores domésticos, que tanto recuerdan a la escena de un crimen, en que los platos todavía no han sido retirados de la mesa; esa iglesia de Saint Sulpice sin fastidiosos lectores de El Código da Vinci en busca de la línea rosa; ese cour de Rohan a salvo de todo mirón; esa curva de la rue Mazarine por la que no habrá de asomarse ni siquiera La Maga de Rayuela.
Como decía Benjamin mirando las fotografías de Atget, esos lugares no solo están despoblados, sino también desprovistos de atmósfera. En esas imágenes la ciudad se ve desierta, como una morada que aún no ha encontrado su habitante.
Pero lo encontró, claro que lo encontró. Los años han pasado, millones de paseantes como nosotros han tomado por asalto las calles de París, ciertas auras se han desvanecido en el asfalto, los poetas malditos han muerto hace mucho y ya no nos es dado aburrirnos. Es triste. Es cierto. A la sombra de aquellos legendarios flâneurs que peinaban una París casi idílica y nos envenenaron el corazón para siempre, solo somos vagabundos imperfectos, por lo demás frustrados ante la imposibilidad de arrancarle una sola palabra nueva a la ciudad.
Y sin embargo nos sigue cautivando. Incluso a la distancia. Nos basta abrir un cajón, sacar una vieja edición de esos entrañables planos callejeros que parecen una libreta de bolsillo y ojear el pequeño mapita de cualquiera de sus veinte arrondissements para experimentar un curioso gozo, un instantáneo alivio basado en la infundada sospecha de que París, la de siempre, sigue existiendo. Y de que en cualquier momento puede volver a acoger nuestros errantes pasos.
O quizá al revés. Porque tal vez esa vieja, bella y sabia dama ya se haya hartado de ser escrutada por tantos hombres empeñados en desvelar sus secretos, y a esta altura sea ella la que se dispone a vagabundear por nuestras entrañas.
(*) Esta crónica integra Una Forma de Viajar / Placeres Mundanos, el libro que publiqué con Aguilar en 2010.