LA INOCENCIA DE ESTAMBUL

Pequeño, intimista, singular. Así es El Museo de la Inocencia que el Nobel turco Orhan Pamuk levantó en el barrio de Çukurcuma después de acariciar la idea por casi 30 años. En el Día Internacional de los Museos volvemos a Estambul para visitar este lugar, que nació inspirado en un amor turbulento pero devino matrimonio perfecto entre literatura y ciudad, arte y turismo. 

El padre de las criaturas: Orhan Pamuk, autor de la novela y mentor del museo.

El padre de las criaturas: Orhan Pamuk, autor de la novela y mentor del museo.

Es un museo de novela, literalmente, porque lo que atesora en sus vitrinas es el correlato material de la historia narrada en un libro igual nombre, El Museo de la Inocencia, que relata los amores entre un hombre y una mujer. A lo largo de más de 600 páginas, Pamuk cuenta las idas y venidas entre Kemal (un joven burgués de Estambul) y Füsun (su parienta lejana de origen más humilde); al tiempo que en ese pequeño gran museo de la ciudad se despliegan, con enorme encanto, los objetos que fueron parte de la vida cotidiana de los protagonistas de la novela.

Suena simple, pero concretar el proyecto no fue tan sencillo como hoy podría suponerse. A contar desde el momento en que la idea se plasmó por vez primera en la cabeza del célebre escritor, el museo tardó 30 años en hacerse realidad. 

Esa idea, según cuenta el propio Pamuk, data de 1982. Una noche, invitado a cenar a casa de unos amigos, el escritor conoció a Ali Vâsib, bisnieto del sultán Murad V, que había sido expulsado del país en 1924, cuando la flamante República liquidó al Estado Otomano. Durante la cena, aquel octogenario príncipe destronado (al que se le había permitido el regreso a Turquía con pasaporte extranjero) contó cómo se había ganado la vida durante algunos años su exilio en Egipto: cuidando el palacio museo Antoniadis de Alejandría, donde además de vender las entradas y guiar al público, velaba por la cristalería, la platería y la colección de muebles. 

Vâsib también contó, aquella noche, que de regreso a Estambul nadie en la ciudad parecía dispuesto a ayudarlo a encontrar trabajo. La presión de los servicios secretos para mantener fuera del radar al último sultán otomano con vida y evitar que se convirtiera en un símbolo político, estaba dando resultado. Pero uno de los comensales lanzó la simpática idea: el veterano repatriado bien podría conseguir empleo en Estambul como discreto guía del palacio Ihlamur, donde había pasado su infancia. El joven Pamuk (para entonces apenas rozaba los 30 años y había publicado un único libro) imaginó de inmediato a Vâsib mostrándole al público la habitación donde dormía cuando era niño o el escritorio donde se sentaba a estudiar matemáticas de adolescente. El escritor en ciernes entendió la alegría que alguien podría experimentar siendo, al mismo tiempo, el guía de un museo y uno de sus objetos en exhibición. Y sintió lo que el protagonista de su futura novela sentiría al explicar una vida, con toda su parafernalia alrededor, muchos años después de haber sido vivida. “Concebí el museo y la novela simultáneamente desde el comienzo”, resumiría Pamuk años más tarde.

Su príncipe literario no iba a ser real sino un héroe de ficción, eso estaba claro; pero rodearlo de los objetos que habían sido importantes para él ayudaría a darle credibilidad a la historia. Así nació la doble disposición de Pamuk: coleccionar y exhibir los objetos reales de una historia ficticia, y al mismo tiempo escribir una novela basada en aquellos objetos. Pensó primero en hacerlo a la manera de un diccionario enciclopédico, con aires de catálogo, cuyas diversas entradas (básicamente objetos, pero también lugares y conceptos), fueran guiando la historia. Tenía claro, por ejemplo, que el pendiente que Füsun perdería mientras hacía el amor con Kemal por primera vez sería el objeto inaugural del museo y de la novela, y que le serviría de punto de partida para contar aquella historia. Pronto asumió, sin embargo, que el formato de catálogo novelado iba a encorsetarlo demasiado, impidiéndole retratar en profundidad y con mayor soltura una época de la ciudad, de modo que decidió embarcarse en una novela clásica.

No fue hasta mediados de los 90 que Pamuk puso manos a la obra para arrancar con su colección: una insólita acumulación que alimentaría el universo de su museo y de su novela. Rastrilló los mercados y anticuarios de la ciudad, rescatando de “la masacre de los objetos”, de paso, una enorme cantidad enseres domésticos y otras pertenencias que familias no musulmanas (básicamente griegas y armenias) habían dejado abandonados cuando fueron obligadas a marcharse de Estambul.

Durante mucho tiempo fue incapaz de contestar la pregunta que mucha gente le hacía (“¿qué vas a hacer con todo eso?”), porque sabía que la respuesta sonaría delirante. Sin contar con el tiempo y la energía enormes que un proyecto tan ambicioso como aquel demandaría, Pamuk, que para entonces vivía de derechos de autor relativamente modestos, tampoco tenía el dinero suficiente para financiar la idea.

De hecho, la compra de la casa que soñó como el hogar familiar de Füsun (y que acabaría albergando el museo), recién se concretó en 1999. El escritor pasó un buen tiempo buscando oportunidades en una zona de la ciudad ubicada entre Cihangir y Beyoglu, que todavía estaba lejos de ser alcanzada por la varita mágica del boom inmobiliario y de transformarse en el paraíso bohemio burgués en que se convertiría más tarde. Encontró una casa en Çukurcuma, que un empresario constructor había comprado en un remate, sin tener muy claro para qué, y que a la sazón usaba como dormitorio para sus obreros. A Pamuk le gustó el tamaño, la escalera interior, el hecho de que tuviera frente a dos calles y, sobre todo, la certeza que experimentó apenas puso un pie dentro: aquella vieja casa bien hubiera podido ser el humilde hogar de Füsun, la heroína de su novela.

La compra de la propiedad, que se convertiría en el objeto más importante de su colección, fue un espaldarazo emocional importante para el proyecto. Pamuk se entusiasmó y avanzó con su cacería de objetos, aunque la noticia de que tenía un museo en mente empezó a circular con fuerza en la ciudad y la presión de su entorno aumentó. Pero por raro que sonara, ni él tenía del todo claro, todavía, qué iba a hacer con la casa y con su enorme colección de objetos.  

Empezó a escribir la novela sobre los amores de Kemal y Füsun en 2002, pero poco más tarde, a consecuencia de sus posturas críticas contra el gobierno turco (muy especialmente por defender las causas armenia y kurda) debió enfrentar un juicio que le entabló el Estado, además de amenazas y persecuciones varias. Se vio obligado a salir a la calle con custodia e incluso a pasar un tiempo fuera del país. Esos avatares pusieron el proyecto en riesgo una vez más, aunque Pamuk reconoce que, muchas veces, encerrarse en aquella casa vacía de Çukurcuma a imaginar el museo de sus sueños le devolvía el aliento. En 2006 ganó el Premio Nobel de Literatura, lo que supuso también un espaldarazo económico, y dos años más tarde, en 2008, publicó por fin su novela El Museo de la Inocencia.

En cuanto al museo, que terminó inaugurándose recién en 2012, Pamuk contó con la ayuda del arquitecto Ihsan Bilgin, un amigo personal. Juntos planearon la transformación de la casa (que data de 1897) en un moderno museo, a la manera de algunos que había descubierto en sus viajes por Europa. El escritor quiso preservar por completo la fachada del inmueble y crear un espacio vacío en el centro de la casa, de modo que Kemal, guía y protagonista a la vez, pudiera contemplar toda su colección desde el ático, donde viviría. Hacia 2008 se sumó al equipo Gregor Sunder Plassmann, un arquitecto alemán especializado en museos, y con la ayuda de la mujer y la hija de éste, Pamuk pudo plasmar la idea de las cajas verticales de madera que, a la manera de un gabinete de curiosidades, contienen los objetos que hacen a cada capítulo del libro. Carpinteros y otros artesanos locales también aportaron lo suyo, y Pamuk dedicó buena parte del 2011 a completar cuidadosamente las instalaciones que animan cada una de las cajas, exquisitamente diseñadas e iluminadas. Suman algo más de 80, tienen algo de pinturas (conviene recordar que Pamuk también cultivó esa pasión en sus años jóvenes) y reconocen cierta deuda con los célebres ensamblajes del estadounidense Joseph Cornell. La colección del museo, que se extiende por cuatro pisos de la casa, se prolonga también en vitrinas, bajo las escaleras y en un gran panel que se exhibe a la entrada a modo de bienvenida.

Allí está todo, y más: el mencionado pendiente que le permite a Kemal evocar el momento más feliz de su vida, la cartera que capturó la atención de la muchacha desde una vidriera de la ciudad, el costurero de su casa, su libreta de conducir… decenas, cientos de objetos que constituyen la memorabilia personal de los protagonistas principales y los actores secundarios de la novela (incluyendo todas y cada una de las colillas de cigarrillos que Füsun apagó y Kemal recogió); pero también una multiplicidad de objetos que ilustran la memoria colectiva de la ciudad: servilletas, fósforos y otros souvenirs de bares y restaurantes, carteles de edificios y relojes de taxímetros, postales de los vapores que surcan el Bósforo y fichas de trabajo de empleados de oficinas. Es imposible (e inconveniente) enumerarlo todo.

En todo caso el resultado, amén de estéticamente asombroso, define un matrimonio perfecto. La novela y el museo se llevan perfectamente bien pero al mismo tiempo son independientes: la primera es absolutamente comprensible sin visitar el segundo, y el museo puede ser perfectamente disfrutado sin haber leído la novela. Dicho de otra manera, ni el museo ilustra la novela, ni la novela explica el museo, pero ambos se complementan de maravillas. “Las imágenes que los objetos generan en nuestra mente son una cosa y la memoria de un viejo objeto usado hace algún tiempo es otra”, escribiría Pamuk unos años más tarde.

Porque a la novela original, y al museo que se concretó unos años después, les siguió luego un nuevo libro, ahora sí con aires de catálogo, que Pamuk bautizó como La Inocencia de los Objetos. Además de una descripción muy detallada de lo que contiene cada caja, ese catálogo incluye una suerte de manifiesto-Pamuk a propósito de los museos, otra de sus grandes pasiones. “Tenemos épicas, necesitamos novelas; tenemos representación, necesitamos expresión; tenemos monumentos, necesitamos hogares; tenemos Historia, necesitamos historias; tenemos naciones, necesitamos personas; tenemos grupos y equipos, necesitamos individualidades; tenemos museos grandes y caros, necesitamos museos pequeños y baratos”, dice Pamuk en su “modesto manifiesto”, que hoy puede ser leído en otra clave a la luz de todo lo acontecido como consecuencia de la pandemia de Covid-19 que cerró museos y puso el turismo entre paréntesis en buena parte del mundo.

El éxito del Museo de la Inocencia ha sido enorme. En 2014 ganó el premio al mejor museo europeo, unas 100 personas en promedio lo visitan cada día, miles de turistas descubren allí cada año aspectos desaparecidos la vida cotidiana de una ciudad melancólica por excelencia, y no pocos enamorados citan en esa casa a sus parejas para proponerles matrimonio. Kemal y Füsun estarían encantados.

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