PARÍS AL PAN
El jurado viene de pronunciarse: las mejores baguettes de París las vende la panadería 2M, en el Boulevard Raspail. La noticia sirve para actualizar una vieja crónica sobre esta entrañable costumbre parisina. ¡Vive la tradition! (*)
Casi treinta años después de mi primer desembarco en París, repaso los apuntes de viaje de aquellos días y me produce cierta compasión rememorar el afán con que procurábamos armar la mejor baguette al menor precio. Corre el otoño de 1989, y el eco de los fastos por el bicentenario de la Revolución Francesa aún no se ha disuelto en el aire. El presidente François Miterrand viene de inaugurar, en cuestión de meses, la ultramoderna Ópera de la Bastilla del arquitecto uruguayo Carlos Ott, el Gran Arco de La Defense del danés Otto van Spreckelsen y la Pirámide del Louvre del chino Ieoh Ming Pei. El mundo entero acaba de ver y escuchar a la soprano estadounidense Jessye Norman cantando La Marsellesa en la Place de la Concorde, con su negro cuerpo ataviado de bleu-blanc-rouge por Jean Paul Goude, y a las multitudes que oficiaban de coro rugiendo ¡aux armes, citoyen! en los Champs Elysées. En cierto modo, la ciudad se ha transformado en un parque temático, con sus bronces recién lustrados, en el que todos los caminos conducen a la toma de la Bastilla.
Tanto, que el primer cuchillo que encontramos (y que acabamos de comprar para cortar el pan nuestro de cada día), tiene grabadas en su hoja las tres palabras que constituyen su marca: Le sans culotte. Y para más datos, la articulación a través de la cual esa filosa hoja entra y sale del mango de madera es un gorro frigio de metal.
Aunque ni mi novia ni yo vestimos calzas cortas y ajustadas, lo cual nos ubica del lado políticamente correcto de las barricadas, a 200 años del julio más revolucionario de la historia tampoco somos exactamente La Libertad guiando al pueblo tal y como la inmortalizó Delacroix en 1830, pero al menos nos hemos ganado un lugar en el cuadro que siempre pintó París bajo su cielo de plomo: he aquí otra parejita de estudiantes extranjeros con más ideas para disfrutar de la ciudad en la cabeza que dinero para concretarlas en el bolsillo.
París, octubre de 1989. Faltaban años para que el poderoso euro se impusiera en el horizonte y todavía reinaban los francos, pero ya por entonces había que hacer ciertos sacrificios si te querías pasar unas cuantas semanas visitando museos, asistiendo al teatro, sentándote en los cafés. De modo que ingeniarse para rellenar la sacrosanta baguette desembolsando la menor cantidad de dinero posible, aliviando así el presupuesto destinado a las comidas y dejando mayor margen para saciar otros apetitos, era todo un arte que habríamos de cultivar a diario. A cierta edad, se sabe, el hambre de mundo puede más que el hambre de pan.
El diario de viaje revela que mi primera baguette parisina, muy burguesa ella, salió del estante de alguna panadería de la avenida Motte Picquet, en el elegante distrito 7, una mañana en que veníamos de trillar la zona de Les Invalides y nos dirigíamos a la Ecole Militaire. El relleno, salame para una mitad y paté para la otra, fue comprado en alguna provisión cercana de la misma avenida. Como es evidente, la pausa del mediodía no pudo haber tenido otro escenario que los vecinos Campos de Marte, donde elegimos un banco con vista a la Torre Eiffel, bajo unos árboles ya casi amarillos a causa del otoño, para dar cuenta de los primeros bocados de esa baguette inaugural. Más tarde, la segunda mitad de mi frugal almuerzo callejero pasaría a la historia en la Avenue Montaigne, justo frente al hotel Plaza Athénée, a cuyas puertas se congregaban unos cuantos caza-autógrafos en espera de Richard Nixon, que vaya uno a saber qué cornos hacía allí.
Si una de las artes diarias consistía en estar atentos a las boulangeries y charcuteries de cada barrio donde proveernos de vituallas para que el mediodía no nos sorprendiera con las manos vacías, ni nos obligara a caer derrotados ante la herejía de una baguette rellena comprada, ni dios permita; la otra consistía en planear el mejor punto posible de cada recorrido para celebrar esos idílicos almuerzos al fresco. Claro que tratándose de París resultaba prácticamente imposible errar el paso, y considerando que era un viaje bautismal tampoco debíamos tenerle miedo a los tópicos. Baguettes, pues, en la soberbia Place des Vosges, luego de visitar la casa de Victor Hugo, y baguettes en los Jardines de Luxemburgo, donde María de Medicis tuvo la gentileza de dejarnos a solas con Polifemo, Galatea, Acis, Leda y el cisne. Baguettes contemplando la ciudad desde las escalinatas de la basílica de Sacré Coeur, en lo alto de Montmartre, y baguettes en el Tapis Vert de Versailles, entre la Fuente de Apolo y el Grand Canal, mientras las multitudes hacían cola para que las guiaran por el Hall de los Espejos, los Departamentos Reales y la Sala de las Batallas. Baguettes en los muelles de la Ile Saint Louis, extasiados ante el ábside de Notre Dame, y baguettes en la punta de Vert Galant, discutiendo desde dónde se ve mejor el entrañable Pont des Arts.
¿Cuántas baguettes, cuántas parejas, cuántos lugares? Hay una larga relación amorosa entre esta ciudad y esas míticas barras de pan de cáscara crujiente y miga agujereada. Desde la mano maestra con que los panaderos franceses han sabido mezclar sus cuatro ingredientes básicos (harina, agua, levadura y sal), hasta el buen tino con que en 1993 el gobierno promovió un edicto, conocido como el decreto del pan, que con la firma de cuatro ministros elevó la baguette tradition a la categoría de asunto de interés nacional y estableció pautas claras para su elaboración.
Fruto de esa pasión nacional es también el Grand Prix de la Baguette de Tradition Francaise de la Ville de Paris, concurso instaurado ese mismo año y que registra a cientos de participantes cada vez que se convoca. La edición 2018 del premio, cuyo resultado acaba de conocerse, consagró ganador a Mahmoud M’Seddi, de la panadería 2M, en el 215 del Boulevard Raspail. Su baguette se impuso frente a otras 180 que se presentaron, y le granjeó 4 mil euros de premio, además del honor de abastecer al Eliseo durante un año entero.
Pero como los parisinos adoran discutir, el publicitado certamen también tiene sus detractores. Para Christophe Vasseur, uno de los boulangers más respetados de París (su panadería Du Pain et Des Idées está en el 34 de la calle Yves Toudic, en el distrito 10), la disputa no tiene gracia puesto que cualquiera es capaz de preparar una buena baguette justo para el día del Gran Premio. Lo que el jurado debería hacer, sostiene Vasseur (quien se niega a participar del concurso), es comprar las baguettes sin aviso previo, para detectar así la verdadera habilidad de un panadero.
Entre otros, el jurado ha estado integrado por el historiador estadounidense Steven Kaplan, considerado una eminencia internacional en la materia: comenzó estudiando el tema del pan en la Francia del siglo XVIII y acabó obsesionado con el asunto, al punto que ha dedicado años a la cacería de la baguette perfecta y ha publicado decenas de libros y guías al respecto, incluyendo un ensayo de tono policial, llamado El pan maldito, que versa sobre una historia real acaecida en un pueblo del sur Francia en 1951, cuando trescientas personas resultaron intoxicadas. Para Kaplan, uno de los puntos débiles del Gran Prix de nuestros días es el criterio de puntuación, que valora por igual la apariencia, el aroma y el sabor de las baguettes, cuando es evidente que una pieza de pan que se vea linda por fuera no necesariamente ha de ser gustosa por dentro. Kaplan, cuyos conocimientos le han valido el apodo de monsieur baguette, y cuyo amor por la causa francesa le ha granjeado dos veces el título de Caballero, sostiene que una baguette perfecta no precisa más nada: ni siquiera manteca. El historiador norteamericano apreció en su momento la mano del francés Franck Debieu, de L’Etoile du Berger, una panadería artesanal que tiene tres sucursales al sur de París (para ser exactos, en Sceaux, Fontenay aux Roses y Meudon Bellevue). En una de ellas, Kaplan concedió una entrevista al canal de televisión de la National Geographic en la que explica que tras la Segunda Guerra Mundial los panaderos franceses habían caído en una suerte de mecanización que condujo al declive del producto que los había hecho famosos en el mundo. Gracias a gente como Debieu, decía Kaplan, París ha redescubierto el arte de la panadería asociado a los métodos antiguos de elaboración. ¿Uno de sus secretos? Emplear fermentador líquido en lugar de la levadura común con la que se preparan el 95 por ciento de las baguettes parisinas y, tras el amasado, permitir una fermentación larga que permita liberar los sabores y aromas que Kaplan define muy poéticamente como el alma del pan.
Manos maestras, ojos maestros. Como los de Robert Doisneau, el célebre fotógrafo a quien alguien llamó “la pupila de París” por su habilidad para retratar la vida cotidiana de sus ciudadanos. Doisneau es autor de La baguette parisienne, una emblemática foto tomada en 1953 que muestra a un niño de regreso de la boulangerie, contando el dinero que lleva en la mano derecha y sosteniendo con la izquierda una majestuosa barra de pan que se extiende desde sus rodillas hasta sus orejas. Es, probablemente, la primera fotografía que viene a la mente cuando se piensa en Dosineau y las baguettes. Pero hay otras, como una fechada en julio de 1959 y tomada en los Champs Elysées, en la que se ve a un grupo de obreros en la pausa del mediodía, sentados a una improvisada mesa cuyo ancho es algo menor que el largo de la intocada baguette que la atraviesa en espera de ser acuchillada. Y la de la apresurada mujer que cruza una calle de Arcueil aferrada a tres suculentas baguettes en 1944. Y el retrato de Pierre Poilâne, el famoso boulanger que posó para Doisneau en diciembre de 1966, rodeado de sus panes y glorificado por ellos. Menos conocida, tal vez, una fotografía que pertenece a la colección del Museo Carnavalet y firma Presse-Liberation. Se llama El primer pan blanco. Hay un niño de sonrisa pícara, pantalones cortos y tiradores, a punto de hincarle el diente a una gran baguette. Lo rodean otros niños de su misma edad, tres de los cuales no pueden quitar los ojos del pan. A su derecha, otro quiere asomarse a la foto exhibiendo, casi como un trofeo, una media baguette. Y desde atrás, una mujer que apenas vemos alza victoriosa la mano izquierda, en la que sostiene una flûte partida por la mitad. Es una imagen tan simple como conmovedora: habla de la alegría del pan y de la alegría de la libertad.
Lo mismo ocurre en la publicitada fotografía de otro maestro, Willy Ronis, que inmortalizó a su Petit Parisienne corriendo por la calle con una baguette (casi más grande que él) bajo el brazo. Y en el viejo París de Eugène Atget también hay lugar para el pan. Yo he dado con dos fotografías: la vitrina de una boulangerie en el 28 de la rue des Blancs-Manteaux, tal como se la veía en 1910, y la de otra en el 48 de la rue Descartes, inmortalizada hacia 1911.
En todas esas fotos falta mucho tiempo para que los panaderos pasen de moda y luego regresen al candelero. Mucho tiempo para que la vieja Lutéce organice concursos y los herederos de Poilâne amasen una fortuna abriendo locales en varias ciudades. Mucho tiempo para que las más glamorosas revistas de viaje dediquen sus páginas satinadas a sugerirnos que hagamos cola en alguna de las 16 casas de la Maison Kayser de París, que ahora también vende baguettes en el extranjero: de Tánger a Atenas, de Kiev a Dubai, de Moscú a Tokio. Pero esa y otras imágenes siguen allí para hacernos agua la boca con París. Para recordarnos que, sin importar de quién se trate, sabiéndolo o no, todo el que lleva una baguette bajo el brazo por sus calles está abrazando una rica tradición que nos habla del trabajo y del placer, de la satisfacción y del hambre, de la guerra y la paz.
(*) Esta crónica es la versión actualizada del capítulo Las harinas de Lutèce, de mi libro Una forma de viajar/Placeres Mundanos, publicado en 2010 por Aguilar.