SARDINAS DE MOGADOR

Essaouira es una ciudad marroquí ventilada por el Océano Atlántico y mimada por los amantes del windsurf y del kitesurf. Esta crónica se detiene en otro de sus encantos: un plato sencillo que hunde raíces en el tiempo y evoca historias de película (*).

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El amable chofer que nos conduce desde Marrakech a Essaouira está convencido de que buena parte de los problemas de este mundo tiene que ver con la obsesión masculina por el sexo anal. No entiendo cómo hemos venido a dar con este asunto, porque se supone que iniciamos la conversación analizando las consecuencias que para la industria turística habían tenido los tristes acontecimientos del 11/S en Nueva York, a los que aquí se refieren como les evenemments, a secas y en francés, y que a la vez han puesto a los musulmanes en la mira del mundo occidental. Pero nuestro chofer, un árabe religioso que al parecer se toma el Corán muy al pie de la letra, insiste en que todo tiene que ver con el signo de los tiempos, que sólo han cambiado para mal, y que el varón es muy responsable por ello. A la mujer, dice, hay que tratarla con el mismo cuidado con que se ara la tierra. ¡Y usted no puede arar la tierra por detrás! ¡Usted no puede entrar a su casa por la puerta de servicio! En fin. 

A. y yo no sacamos los ojos del paisaje que asoma a través de las ventanillas del Mercedes Benz que se desliza, acondicionado y silencioso, por la que según mi mapa ha de ser la ruta P10. A poco de salir de Marrakech, las postales suburbanas se fueron desvaneciendo para ir dando paso a una extendida llanura, monocromática y árida, que tenía mucho de desierto de polvo y piedra. Más tarde, casi a mitad de camino rumbo a la costa, el verde ha ido adueñándose de la paleta y el terreno poblándose de olivos y arganes sobre los cuales puede verse, de tanto en tanto, alguna que otra cabra trepada en busca de alimento. 

El paisaje que contemplamos es el mismo que describió detalladamente en 1804 el explorador y aventurero español Domingo Badia Leblich, más conocido como Alí Bey, con cuyo diario de viaje por Marruecos maté algunas horas de hastío durante los vuelos que me llevaron de casa a París y de allí a Marrakech. 

Alí Bey tardó cuatro días en cubrir el mismo trayecto que nosotros completaremos en menos de tres horas. Él se movía a caballo y con cinco tiendas: una para sí mismo, otra para sus alfaquíes, una para la cocina, otra para los criados y una última para la guardia, formada por un cabo y cuatro soldados negros. Naturalmente, tuvo mucho tiempo para escribir. Primero anotó el aburrimiento que provocaba un terreno calizo y arenoso, casi como un desierto, sin otros seres orgánicos aparentes que espinos y alguna mimbrera. El paisaje que contemplaba su caravana cambió muy poco el segundo día (alguna loma por aquí, una montaña más aislada hacia el norte), pero se alegró ligeramente hacia la tarde de la tercera jornada, cuando vio buenas sementeras y varias plantas en flor. Por lo demás, el viento del Oeste y varios litros de limonada aliviaron los rigores del calor que había soportado hasta entonces, haciéndolo sentir bastante mal. Por fin, al cuarto día escribió que le resultó magnífico el prodigioso número de arganes a la vista, y se extendió en consideraciones varias sobre dicho árbol, que dos botánicos de la época (Retz y Wildenow), llamaban Eloeodendron argan, nombre científico hoy suplantado por el de Argania spinosa.

Pero nuestro chofer está mucho más interesado en religión que en geografía o botánica, de modo que insiste, entre otras cosas, con el número de mezquitas que hay en Marrakech (unas 400, según él); con los límites a la vida sexual impuestos por el Corán, y con la importancia de las abluciones, en especial “las del aparato”, sobre todo luego de orinar o dejar salir los gases. Yo sigo sin entender que tiene que ver una cosa con otra, pero dado el fervor ortodoxo de nuestro conductor decido que será mejor no contarle a qué tipo de abluciones nos hemos entregado ayer mismo a modo de despedida de Marrakech: una deliciosa cita en el hammam de Les Deux Tours, un hotel de lujo en La Palmerie al que acudimos para una pequeña orgía hedonista tras varios días trillando zocos claustrofóbicos y tragando tierra. Primero, un masaje de barro y aceite, sensual en extremo; luego, el reconfortante calor del hammam; tras él, un estimulante gommage capaz de hacerle cambiar la piel al más conservador; y a la postre, un fresquísimo baño de inmersión digno de un pachá del recién estrenado siglo XXI. No puedo explicarle a este buen señor, cuya idea de un viernes sagrado es evidentemente muy distinta a la mía, el placer que me produjo ver a mi mujer desnuda, tendida sobre un banco de mármol y entregada sin chistar a las manos de la eficiente masajista que, con una oscura sustancia, le frotaba las piernas, los pechos y hasta el cuero cabelludo. 

Con el cuerpo renovado merced a esas y otras artes, y el cerebro fatigado por la dura conversación de la carretera, hacemos por fin nuestra entrada triunfal a Essaouira, donde tan pronto como descubre que no tenemos cambio (ni ánimo) para premiar su trabajo con el extra de una propina, nuestro amable y religioso chofer pone cara de pocos amigos y se despide dando un sonoro portazo. Salam aleikum.

Como nosotros, todo el que llega hasta aquí lo hace sabiendo un par de cosas, o en cualquier caso muy pronto se entera de ellas. A saber: que los vientos (el cherki, el ghibli, el bise, el harmattan, el taros) soplan con fuerza buena parte del año, lo que ha transformado a Essaouira en una meca para surfistas, windsurfistas y kitesurfistas que compiten en las playas de Sidi Kaouki y Moulay Bouzerktoun; que Jimi Hendrix pasó por la vecina Diabat en algún momento de los sicodélicos años ‘60, lo que ha transformado a Essaouira en una meca para hippies tardíos y drogadictos cool; y que en 1949 Orson Welles rodó aquí los exteriores de su Othello, lo que termina de darle a este rincón del mundo un aura cultural muy tentadora para que amantes del cine y la literatura vengan a interpretar el papel de Paul Bowles aunque más no sea por un fin de semana. 

Orson Welles, director y actor de su Othello rodada en Essaouira.

Orson Welles, director y actor de su Othello rodada en Essaouira.

Lo que cuesta un poco más de trabajo entender es por qué este lugar se llama como se llama. Al parecer, Essaouira viene del árabe as-Sawira, que significa la bien trazada, o el pequeño cuadro, o la bien defendida, o la bella imagen, nombres todos ellos inspirados en el plano original de la ciudad, que formaba un cuadrado casi perfecto, atravesado por dos grandes vías que lo cruzan oblicuamente. Dicho plano fue encargado en 1764 por el sultán alauí Sidi Mohammed Ben Abdallah a un prisionero, el ingeniero francés Théodore Cornut, y otorga a Essaouira una fisonomía completamente diferente a la del resto de las ciudades marroquíes. 

Anteriormente, este lugar fue conocido como Migdal, Amogdul, Mogdul, Mogdoura, Mogadur y finalmente Mogador, como quisieron los franceses y los viajeros nostálgicos preferimos hasta hoy. Dichos vocablos provienen del antiguo santuario de Sidi Mogdul, patrón bereber de la ciudad, al que ésta debe el mote de la bien guardada.

Semejante cantidad de bautismos da fe de una larga historia animada por múltiples personajes. Pero como llevados por los vientos alisios, unos y otros han llegado y se han ido. Se marcharon los fenicios y los cartagineses, los conquistadores portugueses y los prisioneros franceses, los sultanes árabes que levantaron las murallas y los reyes españoles que más tarde donaron los cañones, los judíos que dieron brillo a la orfebrería de la ciudad en el siglo XIX y los romanos anteriores a Cristo que explotaban el múrice para conseguir la púrpura con la que teñir las túnicas de sus emperadores. Se marcharon Jimi Hendrix y Orson Welles. 

Las únicas que siguen al firme, victoriosas ante el paso del tiempo, mil veces muertas y mil veces redivivas, incluso más plateadas y más relucientes que los cañones que coronan las skalas del puerto, son sus sardinas. 

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Sí. Los célebres peces de este enclave marroquí que supo ser el primer sardinero del mundo y a cuyo encuentro iremos a la hora del almuerzo. Tan pronto como el simpático maletero que ha venido a rescatarnos nos ayude a llegar hasta el hotel Villa Maroc, desde cuyas decadentes terrazas ahora vemos cómo el rugiente Atlántico bate sus olas contra los bastiones de la ciudad y respiramos la deliciosa bruma marina que lo envuelve todo. Hay pinos verdes a lo lejos, en primer plano un señor que lee habano en mano, enfundado en un elegante blazer de gamuza, más allá una pareja que habla francés y juega al backgamon. Pero ya no estamos para botánica, ni de ánimo para socializar. Así que nos instalamos rápidamente en la habitación y corremos al puerto, donde el plástico cuadro de decenas de barcos en reparación, la afiebrada coreografía de pescadores que van y vienen, y el coro de gaviotas que revolotean en torno a las redes multicolores constituyen un espectáculo capaz de entretenernos durante horas. Sólo que el estómago delata que el mediodía ha pasado hace rato, y el olor que trae el humo de las parrillas nos arrastra de las narices y nos invita por fin a probar las sardinas que hemos visto descargar de los barcos, cargar en baldes con hielo, venderse frente al arco portugués en el que la caligrafía árabe pide por protección divina o asarse al carbón en las grillades donde los vendedores ruegan el favor de los turistas. 

Entonces no hay más que aceptar la invitación a elegir nuestras propias sardinas (casi con la misma pompa que corresponde a la selección de piedras preciosos), sentarse a la mesa, ya sin protocolo alguno, y esperar a que llegue el plato, en el que estas reinas del océano no competirán con otra cosa que una simple rodaja de limón. 

Porque no se trata de sardinas rellenas con couscous, ni de sardinas marinadas, ni de sardinas con tomate, con pimientos o con cilantro; ni siquiera de una ensalada de sardinas con arroz. Se trata, ni más ni menos, que de un par de sardinas grilladas. Después de días y noches de deliciosos banquetes marroquíes, este almuerzo se revela como el epítome de un minimalismo gastronómico que, sin embargo, nada tiene que ver con las pretensiones de la nueva cocina internacional que carece por completo de nobleza. Al contrario, este simple y despojado plato resume una riquísima historia marinera que se remonta a Cerdeña (en latín Sarda, de donde viene el nombre de estos peces); que ha enfrentado a los romanos, adictos a ellos, con su detractores griegos; y que hasta hoy deleita a pueblos de al menos tres continentes.

Lo que tenemos ante nuestros ojos y nuestra nariz y nuestra boca es un par de sardinas atlánticas asadas a la parrilla y no a la plancha, que se queda con lo mejor de ellas; con toda su tripa y sin descamar, lo que evita que se quemen, como enseñó y hubiera querido el escritor y gastrónomo gallego Álvaro Cunqueiro.

Cada pez transforma los pastos del mar en una carne diferente, en un perfume distinto. La sardina toma para sí la tarea de fabricar una grasa marinada, una carne sutil y sin embargo harta. Aun en conserva, en aceite de oliva, la sardina nuestra, atlántica y céltica, con un vago espejo de plata cubriéndole el cuerpo, sostiene esos sabores suyos, inconfundibles, escribió Cunqueiro en La cocina gallega.

Fue leyendo otro libro suyo, Fábulas y leyendas de la mar, cuando aprendí algo que ignoraba: los peces oyen. Cuenta el autor que la discusión fue cerrada ya en la Antigüedad por el estoico Plinio, con su sentencia pisces audire palam est. Y yo no soy quién para desmentirlo. Los peces, pues, oyen. Ha de ser por eso que las victoriosas sardinas de Mogador saben más secretos sobre este lugar que todas las guías y bitácoras juntas, y que te los dejan saber tan pronto las llevas a la boca.

Si es cierto que uno de los encantos de los viajes consiste en someter tus cinco sentidos a sensaciones nuevas, al cabo de un par de días nosotros dejamos Essaouira con los nuestros más que satisfechos. En la vista, el añil de las trabajadas puertas que se suceden a lo largo de la blanquísima medina, un añil similar al que los pescadores emplean para pintar sus barcas y así pasar desapercibidos entre los bancos de sardinas; en los oídos, el estruendo de las olas atlánticas, tanto más encantador que el rumor de la música gnaoua que despunta aquí y allá; en el olfato, el fuerte perfume de la madera de tuya que los ebanistas convierten en las mil y una cajas que esperan a ser abiertas en las tiendas; el tacto conmovido por la brisa oceánica de cada mañana y por la tibia gentileza que han tenido cada noche en Villa Maroc, donde de regreso de nuestras caminatas por el paseo marítimo nos esperaban con una bolsa de agua caliente en la cama. Y el gusto, claro, rendido al sabor de las eternas sardinas de Mogador. Las mismas sardinas, dicen aquí para acusarlo de tacaño, con las que Orson Welles les pagaba a los bereberes que hacían de extras en su Othello.

(*) Esta crónica integra Una Forma de Viajar / Placeres Mundanos, el libro que publiqué con Aguilar en 2010.