LA VIDA ES UN CARNAVAL
Mientras Momo se prepara para reinar oficialmente en los primeros días de marzo, esta crónica repasa la rica historia de las carnestolendas cariocas evocando noches de sambódromo y días de fiesta en la Ciudad Maravillosa. En otras palabras, todo lo que usted quería saber sobre el carnaval de Rio de Janeiro y nunca se atrevió a preguntar. (*)
El hombre que va trepado a ese carro alegórico, de traje blanco y sombrero de paja, saludando desde lo alto junto a un gran piano de cola, no es otro que Antonio Carlos Brasileiro de Almeida Jobim; es decir, el mismísimo Tom Jobim.
Es la noche del domingo primero de marzo de 1992, de ahora en más el año de mi primer carnaval carioca, y la batería de Mangueira acaba de pasar a mi lado, alegrándome la vista, acelerándome el pulso y revelándome para siempre una forma distinta de sentir esta ciudad en la que estoy poniendo un pie por segunda vez.
El sambódromo entero canta Se todos fossem iguais a você, el delicioso samba enredo con el que la escola más popular del país ha querido homenajear a uno de sus más geniales artistas. Envuelta en música, lanzada al viento por los altoparlantes, una enorme emoción se apodera de Rio de Janeiro, que ahora mismo saluda el paso triunfal de uno de los padres de la bossa nova, del genio que compuso Aguas de Marzo, del monstruo que le enseñó a cantar bajito a Frank Sinatra, del ilustre carioca nacido en Tijuca y criado en Ipanema que morirá de aquí a dos años y pico en el Mount Sinai Hospital de Manhattan.
Yo estoy con mi hermano, ambos conmovidos, ambos hipnotizados junto a la valla que separa la pasarela por la que desfilan las escolas del estrecho pasillo dispuesto para que circule la prensa. Llegamos hace apenas unos días, procedentes de Montevideo y después de unas maratónicas 36 horas de ómnibus. Primera y última vez, nos hemos jurado, aunque las imágenes que atesoraremos estas dos noches valdrán cualquier sacrificio y no se nos olvidarán nunca: la escultural Monique Evans avanzando casi en cueros, empujada por la batería de Estácio de Sá; un carro alegórico de Viradouro prendiéndose fuego en plena avenida Marquês de Sapucaí; soldados británicos, payasos e indios viajando seriamente en metro rumbo a su noche de gloria en el sambódromo; y nosotros mismos, ataviados de frac negro, con una banda verde-amarela cruzada al pecho, la cabeza coronada por una galera y los hombros tocados por banderas y plumas, devenidos presidentes de la República por obra y gracia del carnaval, desfilando con Tradição, la escola de samba que mañana lunes, en esta misma avenida, le cantará a las flores.
Como dice la letra del tema compuesto por Mangueira para celebrar a Jobim, el carnaval es una dulce emoción, una promesa de vida en nuestros corazones. Uno se hace adicto a ella rápidamente, y siempre quiere más. De modo que, aunque todavía lo ignoro, con el tiempo sumaré unas cuantas incursiones a este curioso escenario que en 1983 el entonces gobernador Leonel Brizola encomendó al arquitecto Oscar Niemeyer. Volveré solo, un par de veces con amigos, otras tantas con A. Analizaré la fiesta desde todos los puntos de vista posibles: treparé a las arquibancadas populares, desde cuya altura se aprecia en todo su esplendor el río de colores que dibuja a su paso cada escola; asistiré invitado como periodista al disputado camarote de Brahma, donde la fauna humana, los alardes decorativos y la oferta gastronómica pueden llegar a ser casi tan entretenidos como el espectáculo que discurre en la pista; pasearé por la concentración de la avenida Presidente Vargas mientras miles de personas animan con hectolitros de cerveza el más insólito backstage posible; me apostaré en la Plaza de la Apoteosis, a la sombra de esos arcos de cemento en los que todo Rio cree ver una garota de espaldas, para ver venir de frente a las escolas; me sentaré como un simple turista en las cadeiras de pista, que más adelante en el tiempo dejarán lugar a las frisas, unos curiosos corrales a la vera del desfile por los que extranjeros de todas las nacionalidades pagan una pequeña fortuna. En el sambódromo cada lugar tiene su encanto especial. Y nadie en su sano juicio se arrepiente de visitarlo.
Según el experto brasileño Hiram Araújo, autor del libro Carnaval. Seis milenios de historia, la historia de esta fiesta podría remontarse al domingo de Pascuas de 1641. En esa ocasión, que muchos entendidos consideran la hora cero del carnaval carioca, unos 160 caballeros enfundados en largas camisas blancas y dos carros alegóricos que evocaban la coronación del rey Joao IV desfilaron por la vieja rua Direita (hoy Primero de Marzo) iluminados por antorchas y al son de la música del licenciado João Fernandes Souza.
En la cronología festiva del Rio antiguo seguirían más tarde las procesiones en torno a las grandes iglesias, animadas por bandas militares y desfiles de peregrinos. Llegado el siglo XVIII se introdujo la Fiesta del Divino, que originalmente habían instituido los reyes portugueses en el siglo XIII. Celebrada 50 días después del domingo de Pascua, dicha festividad llenaría cada año las calles de la ciudad de música y color. Hacia 1790 se impuso otra fiesta típica de Portugal, la Serraçao da Velha, que el vigésimo día de la cuaresma interrumpía las penitencias y abría paso a las bromas de que era víctima una persona fácil de ser ridiculizada. Según otra legión de expertos, esta es la fiesta que constituye la piedra de toque del carnaval de Rio.
Para 1825 ya se celebraban los primeros bailes, que por entonces tenían lugar en casa de las grandes familias de sociedad, imitando una costumbre impuesta en Italia entre los siglos XV y XVI y trasladada más tarde a Francia. Al parecer, los bailes carnavalescos abiertos al público tuvieron su bautismo en 1840, merced a las artes de una italiana casada con un hotelero carioca; aunque el primer gran éxito en la materia se atribuye a la fiesta organizada el 21 de febrero de 1846, en el teatro São Januario, por la actriz Clara Delmastro Eckerlin. En todo caso, llegado el siglo XX todo teatro carioca que se preciara organizaba un baile de máscaras para carnaval, y pronto la costumbre se extendería a clubes, gremios y otras organizaciones sociales. Los años 30 abrirían paso a los grandes bailes de gala, como los del Teatro Municipal, y a los glamorosos concursos de disfraces.
En cuanto a las escolas, que germinaron en 1928 con la creación de Deixa Falar, a instancias de los sambistas del barrio de Estácio, estas agrupaciones tomaron elementos de los cordões, ranchos, blocos y grandes sociedades que ya venían animando el carnaval de Rio desde viejos tiempos. Los cordões, originarios de la segunda mitad del siglo XIX, constituían el carnaval callejero de los negros y eran el alma de una fiesta bastante anárquica, que de alguna manera tomó el relevo de los viejos y violentos entrudos; le siguieron los ranchos, más organizados y menos violentos, a los que se sumaron rápidamente mulatos y blancos; y luego los blocos, que con ciertas modificaciones sobreviven hasta hoy y cuyo ingrediente principal es el humor. Por su parte, las sociedades carnavalescas, que datan de 1855, fueron el germen de los grandes clubes.
El primer concurso entre escolas (apenas participaron tres, hasta donde se sabe) tuvo lugar en enero de 1929 en casa de José Gomes da Costa, alias Zé Espinguela, un escritor, pai de santo y sambista carioca que prestó su domicilio en el barrio de Engenho de Dentro sin saber que estaba sentando las bases de una competencia que con el tiempo alcanzaría dimensión planetaria. En esa ocasión ganó el Conjunto Oswaldo Cruz, que tras varias reencarnaciones se transformaría en la célebre Portela. Sin embargo, la semilla de la profesionalización de dicho certamen quedó plantada en 1932, cuando el diario Mundo Sportivo organizó un desfile de escolas celebrado en la Praça Onze. El primer premio fue para Mangueira. Con distintos auspiciantes, el concurso siguió teniendo lugar allí hasta 1942, en que pasó a desarrollarse en diferentes escenarios céntricos (básicamente las avenidas Rio Branco y Presidente Vargas), y en 1978 se mudó a Marquês de Sapucaí, donde en 1984 se estrenó por fin el famoso sambódromo de Niemeyer: 85 mil metros cuadrados capaces de albergar a 65 mil personas pendientes de lo que ocurre en los 700 metros de la pasarela más animada del mundo.
Con toda esa historia a sus espaldas, el carnaval carioca es hoy un espectáculo impresionante, un negocio millonario y un enorme malentendido.
Uno de los lugares comunes más comunes y más injustos a propósito de Rio de Janeiro, ciudad de la que suelen hablar como si la conocieran incluso quienes nunca han puesto un pie en ella, es que su carnaval es una aburrida y peligrosa fiesta for export que más vale ver por televisión. Falso. Una y mil veces falso.
Para empezar, nada de aburrimiento. Como decía Samuel Johnson con respecto a su querida Londres, en el carnaval de Rio solo podría aburrirse quien estuviera aburrido de la vida. Lo he escrito varias veces y no me canso de repetirlo: una noche en el sambódromo se cuenta entre las cosas más interesantes que puedan sucederle a un viajero dispuesto a aprender y a divertirse al mismo tiempo. A la manera de una ópera popular callejera, el desfile de cada escola de samba es una amena lección de 120 minutos capaz de contarte una historia, revelarte un personaje o proponerte un tema, a veces más descriptivo, otras más abstracto, sin que tu atención decaiga un solo instante: la obra de Tom Jobim o las peripecias de Catalina de Médici en la corte de los tupinambôs y los tabajeres; la vida en un circo místico o la invasión del nordeste a cargo de Cabral; una oda a Rubem Berta, pionero de la aviación local, o las andanzas de un hombre de pueblo que se embarcó en Belém do Pará y llegó a Rio de Janeiro; el fin de la esclavitud o los peligros que amenazan la Amazonia…
Mientras tanto, hay otro espectáculo al que estar igualmente atento: esculturales vedettes que bambolean sus nalgas con tanto talento como desenfado; veteranas baianas que a pesar del calor, el cansancio y la gordura, hacen girar sus enormes polleras sobre la avenida con tanta gracia como entusiasmo; niños y niñas que se entregan al arte del samba no pé con disciplina casi religiosa; destaques masculinos o femeninos que, trepados en los carros, exhiben vestuarios barroquísimos o despojadas anatomías; puxadores que dejan la garganta cantando el samba enredo de cada escola; refinadísimas comisiones de frente que derrochan creatividad para abrirles el paso; orgullosas parejas que portan la bandera de su agrupación sin descuidar ni un minuto la estudiadísima coreografía con la que parecen deslizarse por la avenida; y por cierto, una batería en la que cientos de hombres y mujeres marchan tocando sus instrumentos de percusión, y que al pasar junto a ti batiendo con enorme estruendo sus sonidos graves y agudos, estremece tu corazón. Por moderna y profesional que sea, la cobertura televisiva (que solo dentro de Brasil siguen unos 100 millones de personas), es incapaz de transmitir lo que se siente allí.
Por otro lado, una organización impecable reina en el sambódromo durante los dos días en que desfilan las principales escolas, así que nada de peligro, como podría deducirse de los despachos noticiosos que, año tras año, se empeñan en relacionar esa descomunal fiesta con el índice de suicidios o las injusticias sociales, flagelos cuyo azote se extiende bastante más allá de los pocos días en que reina Momo y no sólo en la Ciudad Maravillosa, por cierto.
En el prefacio del libro de Hiram Araújo, el musicólogo brasileño Ricardo Cravo Albim retrotrae una anécdota de los años 80, cuando le tocó en suerte guiar por el carnaval carioca a un par de sociólogos franceses de la Sorbonne. Acabada la fiesta, el juicio de los dos deslumbrados académicos fue mucho más allá de las apreciaciones artísticas y sonó categórico:
Un pueblo que consigue el milagro de organización en que consiste el desfile de cada una de las escolas, sin ningún elemento coercitivo de punición, es un pueblo que da señales de una revolución organizacional. La primera en la historia de la humanidad que estriba en el placer del canto y de la danza. Un pueblo capaz de organizarse de esa manera es un pueblo llamado a hacer una contribución esencial a la paz mundial en el próximo milenio.
Yo no soy sociólogo, ni estoy tan seguro del papel que jugará el pueblo brasileño en la paz mundial, pero como viajero sensible me alcanza con las varias lecciones con que me he topado cuando paso el carnaval en Rio de Janeiro.
En esos días la ciudad es bendecida por un profundo efecto democratizador. No es un cliché, no es un lugar común. Sé de lo que hablo. Te acodas en la barra de un modesto botequim de la Zona Norte y la gente está hablando del desfile de las escolas; vas a cenar a una bodega de clase media en Botafogo y el tema recurrente en cada mesa es el mismo; desayunas en Pérgula, donde reponen energías los adinerados pasajeros del Copacabana Palace, y los encuentras de regreso de sus camarotes del sambódromo, con los hombros todavía cubiertos de confetti.
En aquel memorable verano del 92, la mujer que nos convenció a mi hermano y a mí de sumarnos a una escola era una espléndida carioca con apartamento en la avenida General San Martín y vista al mar de Leblon. Para más datos, llegado el día del desfile nos citó a las puertas de Antonio’s, célebre templo del barrio en el que supo recalar el propio Vinicius y donde los compañeros de farra matizaron la espera y mataron su sed con incontables petacas de Johnnie Walker etiqueta negra. Quiero decir: la pasión por el carnaval atraviesa todas las clases sociales, anida en todos los barrios, abrasa todas las pieles.
Esa democracia urbana, física, incluso racial, hunde raíces en el tiempo. Como afirma el periodista Ruy Castro en su libro Carnaval no fogo - Crônica de uma cidade excitante demais, el samba y las marchas de carnaval, particularmente fecundos entre los años 30 y ‘60, jugaron un papel nivelador en Rio y unificaron las fiestas de los negros, blancos y mulatos.
Sus creadores e intérpretes eran gente de todas las razas y clases, trabajando y divirtiéndose juntos. En los años 30 el cantor Mario Reis, blanco y de familia rica, cantaba los sambas que Ismael Silva, negro y pobre, hacía en sociedad con el blanco de clase media Noel Rosa, acompañado por una orquesta de músicos blancos y negros. De los tres mayores cantores de la época, Francisco Alves era blanco, hijo de portugueses; Orlando Silva era mulato, de pelo planchado; y Silvio Caldas, moreno, ¿qué era? Era el “esclavito querido”. ¿Pero qué importancia tenía eso? Terminada una presentación en la radio o el teatro, salían todos juntos y se sentaban en las mesas del Café Nice, en la avenida Rio Branco, o de un humilde boteco de Estácio, y el samba continuaba. Semejantes combinaciones eran rutina en Rio.
En sus calles animadas por blocos y bandas, uno puede disfrutar hasta hoy de otras lecciones de convivencia inherentes al carnaval: a lo largo y ancho de la ciudad, travestis, homosexuales, heterosexuales y todas las variantes del caso se divierten en perfecta armonía; flacas y gordas cosechan piropos por igual, ricos y pobres brindan con un chopp helado en honor al mismo dios. Tampoco es cliché, tampoco es lugar común. Ocurre.
Cuando la famosa Banda de Ipanema recorre el barrio, por lo general bajo un sol de justicia y con el aire tan viciado de cerveza que de pronto ya no hueles el mar, las señoras que viven en la avenida Vieira Souto salen al balcón con sus mucamas para celebrar el paso de los insólitos émulos de Carmen Miranda, y los abuelos del barrio cargan a sus nietos en los carritos y se confunden tranquilamente con la multitud, últimamente dominada por gays de los cuatro puntos cardinales del planeta, la enorme mayoría de los cuales parecen salidos de un catálogo de ropa interior made in U.S.A. Las mujeres envidian las curvas de los llamativos travestis, los llamativos travestis les guiñan el ojo a los maridos de esas mujeres envidiosas, los hombres se besan con los hombres.
¿Pero quién va a asustarse? La tolerancia sexual es un arte que los cariocas cultivan con tanta gracia como naturalidad, incluso aquellos que cargan con unos cuantos carnavales a sus espaldas. Como le dijo a Ruy Castro una íntima amiga suya, indignada por el hecho de que la llamaran abuela:
En el carnaval de 1962, tenía 20 años y pasé cuatro días saltando, montada al pescuezo de alguien. Cada noche era un enamorado diferente. A veces, más de uno, porque salía de un baile y me metía en otro. Me divertí en el Municipal, en el Copa, en el Quitandinha, en el Gloria, en el Monte Líbano y en el Marimbas. Destrocé cuatro disfraces: india, tirolesa, pirata y pistolera. De día, me refrescaba la cabeza en la playa o salía en algún bloco. Fui elegida las mejores piernas de Bafo da Onça. Tuve un revolcón en la Barra con un director de cine italiano, olvidé su nombre. Me entró arena, pero valió la pena. No recuerdo haber dormido en casa por una semana. Decime: ¿tengo moral para ser llamada abuela?
Bromas al margen, el sexo ha jugado un papel fundamental en las carnestolendas cariocas, que los desinformados de siempre imaginan como una bacanal de varios días de duración. Para mal o para bien, ya no es así. Salvo honrosas excepciones, los promocionados bailes de carnaval de las grandes salas de la Zona Sul, esos que la televisión vende como el colmo del desenfado, no son otra cosa que una trampa para turistas. Deben haber conocido tiempos mejores antes del sida, como cabe imaginar, pero en los últimos años se han poblado de una fauna bastante aburrida: travestis y transexuales venidos a menos que compiten por cinco minutos de fama frente a las cámaras, extranjeros sudorosos y mal vestidos que deambulan de aquí para allá burlándose de dichos travestis y transexuales, y pocos, muy pocos cariocas de verdad.
Esos bailes son, en rigor, una caricatura de la fiesta, y una vez que has visto uno los has visto todos. Y en cuanto a los supuestos derroches de lujuria, apenas se trata de un simulacro del sexo.
Aunque conviene no añorar la época en que aquellos saraos eran orgías capaces de avergonzar a los griegos o romanos más libertinos, porque según cuenta el muy versado Castro, fue la revolución sexual la que hirió casi de muerte al carnaval de Rio, cuya euforia transgresora necesitaba, lógicamente, de cierta inocencia circundante para sobrevivir. Cuando los años 60 enterraron para siempre aquella inocencia, el carnaval dejó de ser una excusa para besos robados y osados disfraces, y hasta la propia desnudez, otra materia en que los cariocas son expertos, perdió sentido.
Fueron las escolas de samba las que a partir de los años ‘70 rescataron el alma de una fiesta alicaída y la sacaron adelante. Transformadas en verdaderas empresas, se han ido profesionalizando hasta niveles increíbles. Montan un espectáculo protagonizado por miles de personas; concebido por investigadores, vestuaristas, pintores, escultores, coreógrafos y diseñadores que emplean a una legión de artesanos, operarios, proveedores y fabricantes; y financiado por las ventas del sambódromo, los aportes del municipio, los bicheiros (corredores del semi-clandestino jogo do bicho: una suerte de lotería con figuras de animales, muy popular en los barrios) y, sobre todo, por los millonarios derechos de la transmisión televisiva.
En palabras de Castro, el desfile de las escolas es un espectáculo al que la palabra superproducción le queda chica: es Lo que el viento se llevó multiplicada por Ben Hur. Y como aquellos dos universitarios franceses a los que guió Cravo Albim, también ese periodista carioca tiene su visión sociológica del asunto:
El carnaval es la prueba de que la fuerza emprendedora del carioca, cuando este se dispone a ejercerla, es formidable. Imaginen si el carioca pusiera esa fuerza al servicio de algo realmente serio, importante y constructivo. ¿Qué tendríamos? No lo sé, y no queremos saberlo.
En lo personal, mi relación con Rio de Janeiro también le debe al carnaval una lección de geografía, porque esa fiesta me ha ido descubriendo, a través de los años, otra ciudad; y creo no equivocarme si afirmo que ha sido una de las razones más frecuentes para abandonar la franja costera o las zonas más céntricas en busca de un Rio más profundo. Por ejemplo, el carnaval me ha llevado a bailes en Meier, donde llegué por primera vez a bordo de un destartalado Fusca, dirigido por un veterano taxista que no paraba de preguntarme si estaba seguro de lo que hacía; me ha llevado a ensayos en el morro de Mangueira, donde algún febrero pasé horas con A. cantándole a Dom Obá II, rei dos esfarrapados, príncipe do povo, y a festejos en Andaraí, donde otro febrero la hinchada de la escola afincada en la calle Silva Teles aullaba, victoriosa, explode coraçao/ na maior felicidade/ é lindo o meu Salgueiro/ contagiando sacudindo essa cidade; me ha llevado a las corridas a Estácio, para ver si conseguía un disfraz en vísperas del desfile y volvía a pasar de espectador a protagonista, y a ruedas de samba en la apacible Vila Isabel, donde dicho sea de paso reina un Martinho que ha sabido cantarle a la ciudad toda.
Rio es un lugar inimaginable sin música. Y ahora pienso no solo en su carnaval, cuyo momento de gracia se acaba en la quarta-feira, como dicen Tom y Vinicius cada vez que se empeñan en recordarnos que lo único que no tiene fin es la tristeza. Estoy pensando en otros sones y en otros escenarios.
En los céntricos Arcos de Teles, por ejemplo, donde he asistido a las más animadas happy hours, en las que de martes a viernes se dan cita oficinistas, empleadas de tiendas y otros personajes urbanos para lucirse en las apretadas pistas de sus bares al son de pagodes, sambas electrónicos y otros ritmos heterodoxos, entregándose ellos y ellas con enorme dedicación a improvisadas coreografías, seduciéndose unos a otros con tanto arte como naturalidad, contoneando caderas con la soltura de un stripper y bebiendo cerveza con la misma ligereza con la que un bebé tomaría su mamadera.
O en Lapa, cuyos míticos arcos han sido testigos de la metamorfosis de un barrio que supo acunar malandros y madamas y al que hoy acuden, en tropel, niños bien y turistas cinco estrellas. Llegan en busca de los sones que brotan de los animados reductos que han florecido en las calles Mem de Sa, Lavradio, Senado, Joaquim Silva o Gomes Freire, epicentro de esa suerte de Pigalle carioca rescatada del olvido. Tras décadas de abandono, la resurrección de Lapa es un milagro urbano que le devolvió a Rio la magia de un barrio con pasado delictivo y prostibulario, donde mucho antes que el samba y la bossa nova sonaron valses, tangos y fox-trots.
Una ciudad también es la banda de sonido con que la identificamos a la distancia. Y cuando su producción musical es tan exuberante como ella, sus paisajes visuales y auditivos llegan a confundirse. A mí me ocurre lo siguiente: no sé si cierta música me gusta porque evoca a Rio, o si un cierto Rio me gusta por la forma en que me ha sido contado a través de su música.
Copacabana sigue pareciéndome el desiderátum urbano cuando Maria Bethânia canta la bellísima canción de Dorival Caymmi que te promete un sábado memorable en el mejor lugar del mundo para pasear al borde del mar, cenar, bailar y amar a media luz.
Gracias a la dulce, afinada y minimalista Adriana Calcanhotto, todo morro iluminado se me antoja un ámbar eléctrico capaz de bañar la Lagõa hasta São Conrado; y si en cambio es de día, y una María cualquiera trepa a ese mismo morro con un niño de la mano, no puedo dejar de escuchar a Elza Soares, esa veterana gata negra, siempre en celo, que un par de veces he visto cantar, gritar, jadear y maullar sobre el escenario del Teatro Rival en Cinelandia. Rio es música hecha ciudad.
En enero de 2009 fui a ver un espectáculo llamado Sassaricando a un teatro de Gavea. En la embelesada platea, abuelos con los ojos empañados por la nostalgia, nietos haciendo palmas en la falda de esos abuelos, padres y madres a medio camino entre el pasado y el futuro; es decir, tres generaciones distintas hechizadas por el encanto de la misma música.
Sassaricando (intraducible palabra que refiere a los movimientos casi temblorosos que hace el cuerpo al bailar, aunque el uso popular ha ampliado lúdicamente su significado) repasa la historia de las marchas carnavaleras creadas en Rio de Janeiro, revelando de paso la enorme resistencia de la cultura popular carioca y el valor de aquellas inolvidables composiciones como auténtica crónica de la ciudad.
Escritas básicamente entre los años 30 e inicios de los 60, esas marchinhas simples, pegadizas y amigas del doble sentido, fueron políticamente incorrectas por definición, aunque como bien recuerda Castro, de tan divertidas y absurdas que eran nadie se ofendía: ni los negros, ni los gordos, ni las feas, ni los homosexuales, ni los maridos engañados, ni los jefes, ni los empleados públicos…
Sassaricando (espectáculo recogido en un doble CD editado por Biscoito Fino, imprescindible para los amantes de esta ciudad) me llevó de viaje a una Rio de Janeiro perdida en el tiempo pero viva en la memoria popular. No solo a la Cidade Maravilhosa cantada por André Filho; no solo a la alegre ciudad tomada por la serpentina, las máscaras negras y los pierrots apasionados; también a una ciudad deliciosamente poética y romántica. Como quería Noel Rosa,
Cidade notável,
Inimitável,
Maior e mais bela que outra qualquer.
Cidade sensível,
Irresistível,
Cidade do amor, cidade mulher.
Las ciudades que amamos siempre viajan con nosotros, y bien mirada, la vida puede ser siempre un carnaval. Incluso después del miércoles de cenizas y lejos de Brasil. Basta ponerse a escuchar el tema adecuado (digamos Vai passar en la voz de Chico Buarque, que nos recuerda que un samba popular marchando por la avenida es capaz de hacer temblar cada paralelepípedo de Rio de Janeiro), para que una enorme alegría corra por nuestras venas y nos inunde el corazón. En cualquier momento. En cualquier lugar.
(*) Esta crónica forma parte de mi libro Una forma de viajar. Placeres mundanos, que publiqué con Aguilar en 2010.