ROMA NON SANCTA
Mientras el mundo se dispone a poner sus ojos en la capital italiana, atravesada en estos días por el fervor de Semana Santa, esta crónica sugiere una ruta pagana algo alternativa. Sin embargo, no se aleja demasiado del gusto de papas y cardenales. Y puede tentar a viajeros de todos los credos.
Si uno creyera en paraísos terrenales, diría que la American Academy en la Via Angelo Masina es es un excelente ejemplo. Y no se me puede ocurrir mejor manera de empezar el día en Roma que abrazando un cappuccino en su cafetería, donde los becarios estadounidenses se sientan a hablar de sus proyectos y a leer el Corriere della Sera o el New York Times en sus ediciones impresas. Esa cafetería insoportablemente acogedora no está abierta al público, pero alcanza con unirse a las visitas guiadas de la Academia (los martes en italiano, los viernes en inglés) para tener acceso a sus mesas. Lo mejor del asunto es que dichas visitas, amén de gratuitas, se cuentan entre los secretos mejor guardados de Roma. Por elementales razones de seguridad hay que registrarse previamente en internet y llegar debidamente documentado, pero quienes dispongan de tiempo para conocer ese enclave escondido en las colinas de Gianicolo no deben dejar pasar la oportunidad de hacerlo.
La fabulosa villa que alberga a la American Academy of Rome es uno de los lugares más elegantes de la ciudad. Para tener una idea de cómo funciona el proyecto, basta echar un vistazo a la lista de patrocinadores estampada en la entrada, que incluye apellidos como Morgan, Frick, Vanderbilt y Rockefeller, por poner apenas cuatro ejemplos. Es imposible resistirse al pecado de envidia cuando uno recorre esa casa y esos jardines, e imagina la dolce vita que deben disfrutar los becarios, generalmente profesionales y artistas en mitad de sus carreras, que se instalan allí para escribir, pintar o investigar con todo el tiempo y la calma del mundo. Los jardines, dicho sea de paso, no son unos jardines cualquiera. Tienen un riquísimo pasado: en una época estuvieron rodeados por las murallas que mandó levantar el papa Urbano VIII y más tarde acogieron una viña histórica. Hasta hoy preservan un marcado aire rural, con sus árboles frutales y sus olivos. Aprovechando la altura de la zona el mismísimo Galileo probó en ese lugar uno de sus telescopios, y muy cerca de allí, valiéndose como cuartel general de la Villa Aurelia (también propiedad de la American Academy), Garibaldi libró batallas decisivas contra los franceses. Al igual que en la cafetería, uno también querría quedarse horas en la biblioteca, otro deslumbrante espacio de la casa donde, como corresponde, no vuela una mosca. Pero hay que seguir viaje, porque Rafael espera colina abajo.
Una bucólica caminata entre pinos y cipreses, pasando por la impresionante Fontana dell’Acqua Paola (junto a la que Paolo Sorrentino rodó la primera escena de La gran belleza) conduce al viajero al corazón de Trastevere, que se alcanza en apenas unos minutos. Hay que dejar atrás el enjambre de bares, tabernas y pizzerías que amenaza a convertir el barrio en un parque temático para turistas glotones pero desinformados, suspirar un momento en la rojísima ochava donde Woody Allen sentó a Alec Baldwin en A Roma con amor (Via della Scala y Via Garibaldi, para los cinéfilos), y encaminar los pasos hasta otro rincón fascinante de la ciudad.
Conocida en sus buenas épocas como “la villa de los placeres”, Villa Farnesina hace posible otro milagro romano: estar a solas, o casi a solas, con Rafael. Lejos de las multitudes que se apretujan un día sí y otro también para ver las estancias del pintor en los imprescindibles Museos Vaticanos, este pequeño palacio a orillas del Tíber, mucho menos visitado, hace las delicias de los amantes del arte y de la historia. Construida en los albores del cinquecento por encargo de un banquero de Siena, la villa fue adquirida hacia 1580 por el cardenal Alessandro Farnesse, a quien debe su nombre. El clímax del renacimiento romano quedó pintado para siempre en los techos y paredes de esta villa, en cuyos jardines se celebraron fiestas para un público de príncipes, poetas y papas. Entre ellos, Julio II y muy especialmente León X, aquel hijo de Lorenzo el Magnífico que se comportó como un auténtico Médici: dicen las malas lenguas que en un año gastó todos los ahorros del papado en arte, fiestas y otros placeres mundanos. Los excesos de su corte fueron tales, que Martín Lutero volvió a Alemania espantado con lo que había visto en Roma. Aquel papa no era el representante de Dios en la Tierra sino el embajador del Diablo, pensó el joven fraile. Y según algunos historiadores, más allá del escándalo de la venta de indulgencias para solventar las obras de la basílica de San Pedro, la exaltación del sexo, la glorificación de los cuerpos y aquel cielo que perdonaba todos los pecados en la Villa Farnesina también contribuyeron a encender la llama del Protestantismo. Habrían dejado su huella en un ofendido Lutero y evidenciado, a los ojos de otros cristianos, la decadencia de aquellos papas que se soñaban invencibles en la todopoderosa Roma.
Al margen o distante de tales disputas políticas y religiosas, el viajero de hoy puede disfrutar libre de culpa de los requiebros artísticos que proporciona la Villa Farnesina: la triunfante Galatea pintada por Rafael, envuelta en un mar de pasiones carnales pero con la mirada absorta en uno de los tantos Cupidos que la sobrevuelan; las bodas de Cupido y Psique, que alegran la bóveda del acceso principal a la villa y esconden guiñadas varias a los pecados de la época (se afirma que la modelo para esa Psique fue la amante de Agostino Chigi, el banquero sienés dueño de casa); la sala de las perspectivas de Peruzzi, con su fascinante juego de ilusión óptica; o la habitación consagrada al matrimonio de Alejandro Magno con Roxana, pintada por Il Sodoma.
Los placeres de la carne pueden seguir evocándose a pasos de allí, en el puente que devuelve al paseante a la ribera de enfrente, donde se concentra la mayor parte de los atractivos turísticos de Roma. Porque conviene recordar que el encantador Ponte Sisto (de nuevo un papa: Sixto IV, el mismo para quien se hizo la Capilla Sixtina), ese puente bañado por una romántica media luz cada noche, fue en buena medida financiado con la tasa que la curia romana le cobraba a las prostitutas para dejarlas ejercer su oficio libremente en el barrio.
Deleitado el espíritu con el banquete visual de Villa Farnesina, el viajero querrá ahora alimentar debidamente su cuerpo, y para ello nada como dejarse tentar por los verdaderos papas de la gastronomía local: los Roscioli, que a pasos del Tíber y de Campo dei Fiori y del gueto judío han levantado varios templos de visita obligada para los interesados en el buen comer. Por mencionar dos de ellos, Forno Roscioli, una panadería de barrio venida a más en el 34 de la Via dei Chavari es el lugar de Roma para sucumbir a la harina y entregarse, por ejemplo, a una pizza bianca al paso que cuesta unas pocas monedas y devuelve el alma al cuerpo después de las largas caminatas a que obliga la ciudad. Mientras tanto, y exactamente a la vuelta, en el 21 de la Via dei Giubbonari, la Salumeria Roscioli es la meca del Cacio & Pepe y el coliseo de los antipastos. Pocas mesas, reservas casi obligatorias y cuenta ligeramente elevada aun para los estándares europeos.
Si queda ánimo para el postre, la próxima parada de la ruta debería ser Giolitti (Via Uffici del Vicario 40) una famosa heladería y pasticceria que data del 1900 y queda a pasos del glorioso Panteón que levantó Adriano sobre las ruinas del templo que había erigido Agripa. Media Roma sabe que Giolitti era la debilidad de Juan Pablo II, y el marrón glacé su sabor preferido.
A pasos de allí, Gammarelli (Via di Santa Chiara 34) es la sastrería que lleva seis generaciones atendiendo al mundo eclesiástico y el lugar perfecto para comprar un souvenir romanísimo que no pese en la valija. El pater familia de la empresa, Giovanni Antonio Gammarelli, tomó las tijeras por primera vez en el lejano 1798. Desde entonces no han parado de cortar tela y de vestir papas, incluyendo, cómo no, al austero y jesuita Francisco. Las medias favoritas de los cardenales (disponibles en dos versiones, largas y cortas; y en dos tejidos: lana merino y lana y seda) cuestan menos de 20 euros. Y doy fe, no se caen.
El plato fuerte de la tarde obliga a estirar la caminata un poco más allá de la trillada Piazza Spagna. Mientras el infaltable pelotón de turistas se babea ante la barcaccia de Bernini y se toma selfies en la escalintas que ascienden a Trinità dei Monti, la deslumbrante Villa Médicis, sede de la Académie de France, espera visitas en lo alto de la colina del Pincio. Su historia se remonta a 1576, cuando Fernando de Médici, resuelto a hacer del lugar un rincón de Florencia en plena Roma, le compró los terrenos al cardenal Ricci y ordenó las reformas al escultor y arquitecto Bartolomeo Ammannati. Desaparecidos los Médici, la villa cambió de manos un par de veces, luego pasó a ser propiedad de Napoleón Bonaparte y desde 1803 es sede de la Academia Francesa. Además de una variada agenda cultural, hoy ofrece un programa de visitas guiadas (pagas, en tres idiomas y en varios horarios), que permiten recorrer los fabulosos jardines, sembrados de esculturas y obeliscos; el delicioso studiolo decorado por Jacobo Zucchi, donde Fernando se retiraba a contemplar la naturaleza, y hasta sus apartamentos privados, incluyendo la Habitación de las Musas en la que dormía bajo un techo que cuenta las historia de Hércules y Minerva. Sin embargo, dicen que la vista preferida de aquel hombre, que había sido ordenado cardenal con apenas 14 años, era la de la cúpula de San Pedro, que se divisa a lo lejos desde las ventanas de la villa. La idea de convertirse en papa lo obsesionaba. Pero no pudo ser, porque papá Cosme I lo mandó llamar a Florencia, tras la muerte de su hermano Francisco, para convertirlo en Gran Duque de Toscana.
Acabada la visita, que conviene rematar contemplando la Ciudad Eterna desde el Belvedere de Villa Médicis, la pausa de la tardecita puede celebrarse en su animado y colorido Café Colbert, punto de encuentro de los estudiantes franceses residentes en la Academia pero abierto al público sin restricciones.
Cuando caiga la noche, habrá que vencer la pereza, seguir andando otro poco y entregarse otra vez a la gula. Entre las tantísimas enotecas que animan la escena nocturna de Roma, Il Goccetto (Via dei Banchi Vecchi 14) ejemplifica a las mil maravillas la fórmula perfecta que se alcanza conjugando platos simples (quesos, fiambres, pequeños bocados al estilo de un bacaro veneciano), buen vino y ambiente auténtico y sin pretensiones. Acodarse al mostrador de este adorable reducto, apiñado entre parroquianos que se carcajean y hablan a los gritos, sirve para comprobar que en Roma se puede comer y beber como los dioses. Con perdón de los papas, claro.