CURVAS CARIOCAS
No sólo de fútbol, samba y playa vive Rio de Janeiro. Si hay ánimo para dejarse llevar por otras pasiones, los caminos de la Ciudad Maravillosa revelan múltiples tesoros. Esta crónica, que la recorre desde el Aterro de Flamengo hasta la Barra de Guaratiba, descubre unos cuantos (*).
Una ciudad no solo es su paisaje natural, su silueta arquitectónica y su geografía humana; no se acaba en el radio que describen sus luces y sombras cotidianas, ni se agota en los múltiples índices de que se valen las consultoras internacionales para medir su calidad de vida. Una ciudad también es un estado de ánimo; es decir, aquello que representa para nosotros, sus moradores permanentes o sus huéspedes pasajeros: un lugar donde hemos sido felices o desdichados, un sabor dulce o amargo en el alma, un sitio del que quisiéramos escapar cuanto antes o un escenario que anhelamos pisar una y otra vez.
Cuando repaso los varios cuadernos de notas que he completado en Rio de Janeiro a lo largo del tiempo, un par de denominadores comunes evidencian lo que esa ciudad significa para mí. Por cierto, el renovado deslumbramiento que en cada viaje me provoca su paisaje, victorioso ante cualquier clima: a veces envuelto en la luz plateada de sus tormentas, bajo cielos inverosímiles en los que se abrazan nubes blancas y negras a la vez; otras con sus morros travestidos de volcanes, coronados por un gris que de tan ceniza y amenazante la ciudad pareciera a punto de explotar; generalmente iluminado por soles furiosos que desnudan firmamentos celestes, bañan de verde el mar, encienden de oro las arenas y me convencen, aun pasada la curva de los 40 otoños, de que la vida es un eterno verano.
Otra impresión redundante de cada llegada: el aire como un abrazo caliente que me da la bienvenida, y en los días subsiguientes, mi cuerpo puesto a prueba por una ciudad que me lanza el anzuelo de sus múltiples excesos. Una ciudad donde todo lo que me sucede en las primeras horas, en los primeros días, no pareciera sucederme exactamente a mí; al menos no al individuo cansado, estresado e incluso afligido que algunas veces he sido cuando llego a Rio de Janeiro. Una ciudad que, en pocas palabras, siempre acaba recomponiéndome, siempre me llena de felicidad.
La indescriptible felicidad que, por ejemplo, me embarga cada vez que conduzco por el Aterro de Flamengo. Si ello sucede recién llegado, cuando al salir del aeropuerto desecho el atajo del túnel Rebouças y busco la costa a través del Centro, alargando el camino sólo por el placer que me provoca circular por el Aterro, ese tramo del paseo constituye mi entrada triunfal a la ciudad y, como por arte de magia, disipa todo malestar derivado de un largo año de trabajo, de un posible retraso en el aeropuerto o de los siempre exasperantes trámites que deben completarse para alquilar un auto. Porque lo que viene después es una ondulante y motorizada danza con el aire de la bahía de Guanabara colándose por las ventanillas abiertas y dándome en la cara, alguna canción brasileña en la boca (generalmente Isto aqui o que é?, de Ary Barroso: no puedo evitarlo) y el verdor sembrado por Roberto Burle Marx deleitándome la vista.
Unos días más tarde, ya no importa de dónde venga ni a dónde vaya: a tomar un chopp al Villarino o a comer algo a la confitería Colombo, a descubrir los requiebros manuelinos del Real Gabinete Portugués de Lectura o a husmear el vestíbulo del cubo modernista que esconde el cuartel general de la Petrobras, a bailar samba a Gamboa o a ver un Goldoni en la moderna sala de la Maison de France, a deslumbrarme con una muestra de mapas antiguos en el Museo Nacional de Bellas Artes o a descubrir la colección privada del magnate Roberto Marinho en el Paço Imperial, a retirar acreditaciones para el sambódromo o a revolver los estantes de la Livraria da Travessa. Lo mismo da. Lo que nunca cambia, a pesar de los veinte años que llevo frecuentando la ciudad, es esa enorme felicidad que me abraza cuando circulo por el Aterro, mientras el auto que conduzco se desliza al son de unas bellísimas curvas que me recuerdan que estoy vivo, y mis ojos se pierden en el verde con que un genio envolvió el azul de la bahía.
Un jueves de enero de 2003, después de un par de visitas frustradas en viajes anteriores, por fin conocí el Sitio Burle Marx en la vieja estrada de Guaratiba. Una amable Patricia nos guió por buena parte de los más de 350 mil metros cuadrados que ocupa ese predio en los confines cariocas, sembrados con las tres mil quinientas especies de plantas que el niño Roberto, más tarde artista célebre, soltero y comunista, coleccionó desde los 6 años. Plantas de la Amazonia, de Paraiba, de Pernambuco, de gran parte de Brasil; pero también plantas de Sri Lanka, de Guinea Ecuatorial, de Filipinas, de todos los rincones del mundo. Ya dentro de la estupenda casa-museo, donde Burle Marx residió desde 1973 hasta su muerte, acaecida en 1994, tallas brasileñas, cuadros peruanos, cerámicas latinoamericanas. Visitamos también la moderna sala de fiestas y el impactante atelier, en cuya deslumbrante galería el señor mandó instalar los arcos de piedra de una demolida fábrica de café de la céntrica plaza Mauá; y la capilla levantada en el siglo XVII en honor a San Antonio, restaurada por el dueño de casa y su pandilla de amigos arquitectos entre quienes se contaba, por nombrar solo a uno, el propio Lucio Costa.
Más cerca en el tiempo, despuntando 2009, coincidí en Rio de Janeiro con una muestra para celebrar el centenario de Burle Marx en el Paço Imperial. Tan monumental como su obra, la exposición reunía pinturas, dibujos, grabados, tapices, proyectos para vestuarios y escenografías teatrales, joyas, esculturas, artesanías y, lógicamente, testimonios gráficos de su labor como paisajista. Es decir, daba fe de la enorme fecundidad creativa del homenajeado, a quien se presentaba como el artista múltiple que fue: un hombre capaz de conciliar el conocimiento de un científico, el alma de un ambientalista y la precisión de un urbanista.
Paulista de nacimiento y carioca de adopción, este hombre legó a Rio de Janeiro varios tesoros de disfrute público. Amén del proyecto paisajístico del Aterro de Flamengo diseñó, por ejemplo, las emblemáticas veredas y los canteros centrales de la avenida Atlántica en Copacabana, herederos del ondulante dibujo que impusieron los portugueses, con sus olas blancas y negras que imitaban a las del mar y evocaban a Lisboa. Inauguradas a principios del siglo XX, esas primeras ondas de piedra calcárea y basalto negro estaban dispuestas en sentido perpendicular a la playa. Recién en la década del 30, cuando una gran resaca que destrozó buena parte de las veredas obligó a una reforma, las olas fueron dispuestas de forma paralela a la orilla y sus ondas aumentadas deliberadamente.
Burle Marx se ocupó de una segunda reforma, llegada la década del ‘70, que tuvo lugar cuando se duplicaron los carriles de circulación de la avenida Atlántica y se ensancharon sus veredas. Para las aceras contiguas a los edificios, así como en los nuevos canteros centrales, propuso nuevos diseños, introdujo un color rojizo en el pavimento y plantó especies vegetales resistentes al viento y a la sal. En la vereda que da a la playa, en cambio, mantuvo el clásico dibujo de olas paralelas al mar, sensualizándolas ligeramente y llevándolas hasta el cordón. De modo que, sabiéndolo o no, caminar junto a la playa por esas veredas de Copacabana es zambullirse en la obra de uno de los más grandes artistas que Brasil dio al mundo.
Copacabana: hasta el nombre suena curvo en la boca. Curvo como el gran arco de su bahía, que nació hablando en quechua y nadando en francés. En efecto, el nombre de esta playa, que hasta el siglo XVI fue conocida como Sacopenapá, remite a la ciudad del altiplano boliviano en que los incas adoraban a Cópac Awana, una curiosa deidad, mitad hombre, mitad mujer, a la que rezaban para obtener buena pesca en el Titicaca.
Cuenta una imperfecta historia que los conquistadores levantaron junto al lago una capilla en honor a Nuestra Señora de la Candelaria, a quien con tozuda insistencia los aborígenes siguieron llamando Nuestra Señora de Cópac Awana. Los españoles acabaron dándose por vencidos y la rebautizaron como Copacabana, tal como se conoce hasta hoy a la localidad boliviana. La versión más probable sobre el desembarco carioca de dicho nombre afirma que comerciantes de oro y plata llegados a Rio trajeron consigo una imagen de aquella santa, que primero habría ido a parar a una iglesia del Centro y más tarde a la pequeña capilla que el obispo Frei Antonio do Desterro, agradecido por haber sobrevivido a un naufragio cuando regresaba de Angola, levantó en el roquedal ubicado en un extremo de la famosa playa, justo donde hoy se alza el Fuerte.
Otra simpática e improbable historia cuenta que Sarah Bernhardt, la célebre actriz francesa, fue la primera mujer en usar traje de baño en esas arenas y en cometer la osadía de nadar a horas indebidas. Bernhardt había llegado a Rio de Janeiro a bordo del vapor Cotopaxi, para estrenar en el Teatro San Pedro dos piezas (Froufrou y La dama de las camelias), en el año 1886. Por entonces, los baños de mar solo eran apreciados por su acción terapéutica, y en ningún caso recomendados más allá de las siete de la mañana. El atuendo a la europea de la Bernhardt escandalizó a la Corte, y sus brazadas a deshoras violaron los estrictos decretos que regulaban el disfrute de la playa.
Casi 40 años después, un cosmopolitismo sin tapujos desembarcaría en Copacabana, solo que ahora bendecido por el impulso oficial, porque el presidente Epitácio Pessoa se empeñaría en hacer coincidir el centenario de la independencia con una exposición universal que bañara a Rio de prestigio internacional. Copacabana, unida ya al resto de la ciudad por dos túneles, estaba lista para ser escenario de esos festejos, pero le faltaba un hotel a la altura de las circunstancias. Pessoa encargó el proyecto al empresario Octavio Guinle, a la sazón dueño del hotel Palace en el Centro de Rio y heredero de una fortuna amasada por la familia más rica del país. El fervor internacionalista del presidente, que se llevaba de perillas con la Europa de los Trópicos soñada por la elite carioca, anhelaba un hotel como los que él había visto en la Costa Azul durante sus giras al Viejo Mundo: algo así como un Carlton o un Negresco.
Guinle encomendó la faena al arquitecto francés Joseph Gire, y aunque el atraso de las obras impidió que el edificio se inaugurara a tiempo para los fastos del centenario, Copacabana ganó para siempre su propio palacio.
Fue ese templo del buen vivir, y no la exposición de 1922, el que acabó poniendo a Rio en el mapa del mundo. Inaugurado en 1923 con 230 apartamentos, una sala de espectáculos, dos restaurantes, tres salones de fiestas y un casino, el hotel Copacabana Palace se transformó en un lujoso faro internacional para la ciudad: arañas checas, muebles suecos, alfombras inglesas, cristales de Baccarat, porcelanas de Limoges, jarrones venecianos, mármoles de Carrara.
Las celebridades internacionales no se hicieron esperar, y en poco tiempo Hollywood le echaría un ojo a la reputada playa para filmar Volando a Rio, filme en el que Fred Astaire estrenaba pareja con Ginger Rogers, para más datos bailando sobre las alas de un avión. Sin embargo, el verdadero Copacabana Palace no aparecía en pantalla: la película fue rodada en los estudios de la RKO, y los cielos, el mar y las arenas que figuraban como telón de fondo en algunas escenas eran los de la californiana Malibú.
En 1938, al cabo de una década durante la cual ya había recibido hasta a príncipes (entre ellos Eduardo de Inglaterra, que mantuvo en Rio un sonado romance con la uruguaya Negra Bernardez), el hotel abrió las puertas de su célebre sala de espectáculos, el Golden Room. Diez años más tarde se inauguró el anexo, una torre de 11 pisos levantada donde antes se emplazaban las canchas de tenis. Con entrada y portería independientes de las del edificio principal, un reputado restaurante (el Bife de ouro, sustituido décadas más tarde por el Cipriani) y normas más flexibles (aquí se permitía recibir visitas en las suites), pronto se transformó en nido de romances, comilonas y hasta conspiraciones políticas que hicieron historia en la vida carioca.
Hasta hoy, traspasar el umbral del Copacabana Palace es emprender un viaje por el túnel del tiempo. Ese pequeño gesto permite retroceder las agujas del reloj a la hora más dorada del barrio y sentirse, de buenas a primeras, ciudadano del mundo.
En cuanto a mí, casi en ninguna otra parte disfruto tanto como cuando cruzo su iluminado lobby, trepo unos pocos escalones, ignoro los ascensores que conducen a las suites en las que alguna vez se encerró deprimida Carmen Miranda, atravieso el austero corredor que conduce a la piscina donde una madrugada nadó Lady Di y una tarde Orson Welles tiró los muebles desde la ventana de su habitación, y ocupo por fin la mesa puntualmente reservada en el Cipriani.
Como siempre, A. está a mi lado. El mozo de turno nos servirá una perfecta caipirinha, por fin en vaso de vidrio, por fin sin sorbito de plástico. Sin contar con la deslumbrante vista de la piscina más elegante de la ciudad, que a través de los ventanales regala su belleza casi hiriente, el paisaje corre por cuenta de las pinturas decorativas de Dominique Jardy, que evocan en las paredes las acuarelas decimonónicas del alemán Johann Moritz Rugendas; de la cuidada ambientación a cargo del francés Michel Jouannet, de los cubiertos de plata italiana, de las copas de cristal, de las flores frescas, de las servilletas de lino y de los sones que alguien desgrana al piano que nos separa del bar. Y por cierto, del recuerdo de las muchas delicias que han alimentado nuestra sabrosa relación con este templo. ¿Qué vamos a cenar? Hay tiempo de pensarlo. De momento, lo único que importa es estar aquí otra vez. Otra perfecta caipirinha. Otro brindis. Y dos miradas encendidas que se cruzan en el corazón más público y más privado de la ciudad.
La resaca del tiempo se llevó consigo buena parte del charme que la manzana neoclásica del Copacabana Palace mantiene vivo en el barrio, muchos de cuyos encantos fueron arrastrados por la marea de la especulación inmobiliaria, la explosión demográfica y la contaminación ambiental.
La princesinha do mar que consagraron João de Barro y Alberto Ribeiro puede haber perdido su cetro, es cierto; pero no visitarla, al menos una vez en cada viaje, es para mí como traicionar al barrio donde todo parece haber comenzado: casi como no haber estado en Rio. La fidelidad tiene su precio, claro, porque aunque los peores tiempos quedaron atrás, la primera impresión de la postal carioca por excelencia no es del todo estimulante. La avenida Atlántica, que llegó a venderle el alma al diablo, todavía luce algo corrompida, y los tenderetes que venden souvenirs de pésimo gusto para turistas ídem, afean los canteros centrales y ocultan a la vista el diseño de Burle Marx.
Pero Copacabana resiste, y siempre ofrece consuelo. Yo suelo volver a la Adega Pérola de la calle Siquiera Campos, un pequeño bodegón donde comida y bohemia todavía se sirven al kilo; y a la disquería Modern Sound de la Barata Riberio, a veces a buscar música, otras a sacar entradas para algún recital. La última vez hice cola detrás de tres o cuatro octogenarias que, carné de jubiladas en mano, elegían concienzudamente sus lugares en la platea de La novicia rebelde: eran la cara viva de la clase media del barrio y de una generación educada como ninguna otra. También suelo darme una vuelta por el Cervantes, más por la atmósfera barrial del mostrador que da a la calle Prado Junior que por sus promocionados sándwiches; y por la Pequeña Galería 18, escondida entre el edificio Chopin y el Copacabana Palace, donde en mi última visita pesqué una interesante muestra fotográfica de Pedro de Moraes, hijo de Vinicius.
Y de tanto en tanto vuelvo al bar Lucas, donde la última noche de 2002 hicimos tiempo con A. antes de que se acercaran las doce, cruzáramos a la playa para sumarnos a la multitud, mandáramos al diablo un año fatal y recibiéramos esperanzados uno nuevo. El Lucas es un feudo legendario de Copacabana que sirve comida alemana en la avenida Atlántica y que frecuentaba un vecino célebre: el arquitecto Oscar Niemeyer, que seguramente aquella noche estaría muy contento de ver su Brasilia inundada de banderas rojas para celebrar la llegada al poder de Lula. Rodeados de mozos amables y de italianos insoportables con toda la pinta de haber acumulado testosterona para salir de caza nocturna por Copacabana, comimos un sencillo pollo con arroz, bebimos un par de cervezas y nos dispusimos a disfrutar del espectáculo mientras se apagaba el último día del año.
Millones de almas enfundadas de blanco acudían a la democrática cita. Familias muy humildes, llegadas en ómnibus desde lejos, ofrendas en mano. Otras de clase media, seguramente del barrio o en todo caso venidas a pie, compartiendo una sidra de cinco reales con la parentela. Turistas cinco estrellas brindando con botellas de Veuve Clicquot, cariocas poderosos que bajaban de sus autos con paquetes plateados bajo el brazo para halagar a los anfitriones que los esperaban en esos fabulosos apartamentos que miran la arena desde lo alto. Fuegos cayendo en cascada desde un hotel en la frontera con Leme, fuegos alzándose al cielo desde la playa, fuegos iluminando el mar. Una ciudad feliz y esperanzada rindiéndole tributo a Iemanjá, diosa de las aguas. Ni Cópac Awana, la vieja sirena andrógina llegada desde el altiplano, ni Nuestra Señora de Copacabana, patrona de este barrio sincrético y policlasista, estaban celosas. Allí siempre hay lugar para todos.
Si siguiera conduciendo mi auto de alquiler por la orla carioca (orla: otro nombre curvo a la vista y al oído), luego de Copacabana me toparía con la bahía que bendice a tres barrios hermanos y distintos a la vez: Arpoador, Ipanema y Leblon.
Arpoador, en un extremo de la playa, toma su nombre del roquedal en que se ubicaban los arponeros para cazar ballenas, importante actividad comercial en la época colonial de Rio de Janeiro. Sobre esas piedras se practican hoy deportes más saludables, y los enormes cetáceos han sido desplazados por atléticos surfistas, incondicionales de las olas que baten ese recodo de la bahía. Ya en tierra, el pequeño paseo marítimo de ese minúsculo barrio con aires de país independiente es una avenida de película, llamada Francisco Bhering, cuyo idílico emplazamiento le ha granjeado reiteradas apariciones en el cine y la televisión.
A partir de la calle Francisco Otaviano entramos en los feudos de Ipanema. Contra lo que algunos traductores apresurados se empeñan en afirmar, la niña mimada de la ciudad no fue bautizada por el vocablo tupí que designa a las aguas ruines y pobres de peces, sino en honor a su fundador, José Antonio Moreira Filho. Él ostentaba el título de segundo barón de Ipanema porque su padre era dueño de una fábrica en la localidad paulista Sorocaba, justo a la vera de un río que se llama como la célebre playa carioca.
Si Arpoador es el paraíso de los deportistas, Ipanema es la república de los hedonistas, la meca de todos los placeres cantados por la bossa nova, el ritmo musical que haría famoso al barrio en el mundo entero y llegaría a confundirse con él.
Es cierto que la bossa nova hunde sus raíces en casas nocturnas y en apartamentos residenciales de Copacabana, y que tuvo como primera voz cantante a un bahiano (João Gilberto), pero su cuna es Ipanema y sus abanderados dos cariocas impares: Tom Jobim y Vinicius de Moraes.
Bien mirada, la Ipanema de hoy todavía tiene mucho de la patria melómana y bohemia que aquellos dos vecinos ilustres fundaron, pero también ha cedido paso a un Rio globalizado, gourmet, fashion, gay.
La comunidad homosexual plantó bandera en las arenas del Posto 9 y parece haber encontrado su lugar en el arco iris a lo largo de la calle Farme de Amoedo, convertida en una animada pasarela de bíceps, tríceps, cuádriceps y abdominales día y noche. No hay de qué asustarse, puesto que la tolerancia a la diversidad sexual es casi inherente a la condición carioca, y el culto a la desnudez tiene mucho que ver con la filosofía barrial de Ipanema, la dulce, como alguna vez escribió Vinicius.
Por cierto, esa relación tan libre con el cuerpo no se limita a la playa. Jamás olvidaré la imagen de un hombre entrado en años y kilos, obviamente muy bronceado, que en plena calle iba o venía del banco con el torso desnudo y la chequera calzada en su sunga. Esa escena puede suceder, por ejemplo, incluso en la rua Garcia d’Ávila, donde las más lujosas tiendas sacan a la vereda una alfombra roja para recibir a sus clientas vip, que desembolsan fortunas para cubrir sus cuerpos con ropa de las mejores marcas.
Mi memoria emotiva del barrio conserva otras imágenes, sabores y sonidos: las primeras incursiones por una feria hippie a la que no he vuelto en años, las cervezas en la vereda del desaparecido Alberico’s, los incontables piano bares en los que nunca falta quien toque Samba do verão.
Leblon, por su parte, conserva algo de aldea. De toponimia europea (el nombre viene de Charles Le Blond, el francés que administró esas tierras hacia fines del siglo XIX) y aspecto elegantísimo; pero aldea al fin. Físicamente, Leblon es una pequeña isla cercada por el mar, una laguna y dos canales. Espiritualmente, un barrio algo más artesanal que Ipanema, en el que una tienda o un restaurante de moda pueden convivir con una vieja ferretería, el pequeño local de un zapatero remendón, un cine como los de antes, una modesta lanchonette o un kiosco-librería que permanece abierto las 24 horas. El non plus ultra de la civilización.
Si Ipanema es decididamente femenina, Leblon tiene un carácter más masculino, acentuado por la espesa sombra de sus árboles, por el murmullo grave e incansable que brota de sus bares, por el nombre varonil de la enorme mayoría de sus calles.
En cuanto a mí, Leblon siempre será el recuerdo de mi primer amanecer carioca (un hotel frente al mar, allá por 1988); la vista desde el Parque del Peñasco, donde uno puede recostar su perfil a un paisaje digno de telenovela de la Globo; la inconfundible silueta del morro Dos Irmaos, de cuyo silencio me enseñó a desconfiar una canción de Chico Buarque, vecino ilustre; el olor a los charutos aromatizados que fuman los jóvenes en las terrazas de Ataulfo de Paiva; el griterío del amado Bracarense, donde vuelvo una y otra vez a romper mi propio récord de chopps; la luz blanca de la avenida Delfim Moreira rasgando la bruma en la madrugada.
Una vez que el auto trepa la avenida Niemeyer (que recuerda al ingeniero Conrado y no al arquitecto Oscar), la siguiente curva es la del pequeño principado donde comparten playa un Sheraton y una favela, encendida en la noche como si fuera el perenne árbol de Navidad del morro de Vidigal. El serpenteante camino deja lujosas casas a un lado, viviendas de bloques y hoteles para parejas al otro, y luego desemboca en la playa de São Conrado, donde negros e impávidos urubus se tutean con los coloridos y movedizos parapentes y alas-delta que descienden en picada desde la Pedra Bonita, cuya rampa de lanzamiento, dicho sea de paso, ofrece una de las mejores vistas cariocas.
Después, el excitante Elevado das Bandeiras deslizará el auto hasta Barra da Tijuca, esa suerte de Miami local donde los emergentes (como llaman los cariocas más tradicionalistas a los nuevos ricos) se llevan muy bien con las líneas rectas de las autopistas, los shopping centers y los condominios que pululan en el barrio de la ciudad que más ha crecido.
Las arenas de Barra da Tijuca, que supo ser una playa rural en la que mojaron sus pies desde monjes benedictinos hasta ricos señores del café, ofrecen hasta hoy consuelo y contrapunto a la selva urbana que se extiende en los márgenes de la Avenida de las Américas, en cuyos endemoniados tréboles me he perdido una y otra vez hasta familiarizarme con los mejores atajos para llegar a la playa.
Fue en esa playa donde, hace ya algún tiempo, decreté que el color de la salud y de la vida es el verde esmeralda que baña esta ciudad. El de la frondosa mata de sus morros iluminados por la luz del sol, el del mar que golpea incansablemente sus arenas.
En la Praia da Reserva, entre Barra y Recreio, frente a la laguna Marapendi, he sabido de infinitas mañanas solitarias y de un verdor apenas interrumpido por kilómetros de espuma. No existe, para mí, un paisaje más saludable en el mundo. En ese largo trecho de paraíso urbano siempre hubo una porción de cielo azul sobre mi cabeza, aunque enormes rabos de nubes, a derecha e izquierda, coronaran amenazantes la Piedra de Gavea y el morro del Pontal do Recreio.
Y cuando después de esas playas Rio de Janeiro se diluye rumbo a sus confines, y el auto avanza en busca de otras arenas, vuelve el remanso de sus curvas.
Curvos los caminos que conducen a Prainha, esa California brasileña animada por surfistas, donde la ciudad desparece por completo de la vista. Curva la estrada que de Prainha lleva a Grumari, otra playa cercada por morros absolutamente vírgenes y a la que, hace no tantos años, los días de semana solo llegaban los cangrejos. Curvas las trillas que después de Grumari revelan bahías casi vedadas y de sugerentes nombres: Inferno, Funda, Meio, Perigosinho. Y curvos los caminos que desandamos, tras pasar el día en ellas, para volver a la ciudad. Una ciudad que, tal como quería la bossa nova, es sol, es sal, es sur.
En fin. Curvos sus platos, curvos sus vasos, curvos sus cuerpos que invitan al pecado. Y curvo, por cierto, el camino que se adentra en el Parque Nacional da Tijuca, al que en cada viaje trepo con devoción religiosa para renovar mis votos cariocas en sus aguas bautismales. Dejo el auto a un lado, me quito la ropa y me meto bajo la ducha natural de la estrada das Paineiras, ese helado chorro que baja con fuerza desde lo alto del Corcovado. Soy un viajero fiel.
Mi fe laica y cosmopolita en Rio de Janeiro tiene su razón de ser: protegida por un Cristo art déco que nunca baja los brazos, esta ciudad siempre me devuelve las ganas de creer en algo. Dibujado a mano alzada por un dios extremadamente creativo, o en su defecto borracho, su ondulado paisaje describe, como ningún otro, la curva de mi felicidad.
(*) Escribí esta crónica para mi libro Una forma de viajar. Placeres mundanos, que Aguilar publicó en 2010. He seguido frecuentando la ciudad y, naturalmente, muchas cosas han cambiado desde entonces. Por citar algunas, la disquería Modern Sound de la Barata Ribeiro y el Lucas de la Avenida Atlántica no existen más; el Copacabana Palace volvió a ser reformado y la decoración del Cipriani ha cambiado; y ahora mismo no se puede transitar por la Avenida Niemeyer, castigada por los embates de la naturaleza. Pero los múltiples encantos de la Ciudad Maravillosa, contra viento y marea, siguen en pie. Doy fe.