POSTALES DE BOLONIA
La capital de Emilia Romaña tiene de qué vanagloriarse: la universidad más antigua de Europa, tesoros del arte italiano, galerías para pasear por sus calles siempre a cubierto, torres medievales… y una mortadela capaz de dejar sin habla a cualquiera. Estas postales evocan el color (y el sabor) de una ciudad fascinante.
Por si queda alguien que no lo sepa, y con perdón del lugar común: le dicen la dotta, la grassa, la rossa. Docta, por la prosapia intelectual que supone atesorar la universidad más antigua de Europa, quizá del mundo occidental, que data de 1088; gorda por la deliciosa tradición gastronómica que ha alimentado su historia, capaz de arrastrar a la gula hasta al más inapetente; y roja por el color de los ladrillos con que levantó sus casas, torres y palacios, aunque no falta quien asegura que ese tercer apodo también tiene que ver con el histórico predominio de la izquierda en general (y del Partido Comunista en particular) en su vida política.
En cualquier caso, es una ciudad plagada de signos y de símbolos. Y uno cree entender, caminando por sus calles, porqué Umberto Eco enseñó semiótica allí. En el Palazzo del Archiginnasio, que aloja el deslumbrante Teatro Anatómico de 1637 (con sus dioses, sus médicos y sus desollados esculpidos en madera), las insignias, las banderas y las esculturas gritan calladamente en las salas, las bibliotecas, los corredores y los patios. Uno quisiera quedarse la vida entera estudiando en ese lugar, hojeando libros, descifrando mensajes.
Pero también están las calles, con su arquitectura uniforme y sus galerías cubiertas para proteger al paseante del sol y de la lluvia; la torre Asinelli a la que treparse para ver el mar de techos rojos, salpicados de antenas parabólicas, que dibujan el casco histórico; los delicados cuadros de Giorgio Morandi a la vista en el MAMbo y la ilustrativa exposición multimedia sobre la historia de la ciudad siempre en cartel en el Palazzo Pepoli; el oscuro laberinto de siete iglesias que se esconde tras una única fachada en Santo Stefano; los 666 escalones para trepar colina arriba hasta el Santuario de San Luca; la delirante fuente de Neptuno firmada por Giambologna y la imprescindible Capilla Bolognini en la Basílica de San Petronio, con los frescos de Giovanni da Módena ilustrando una singularísima historia de los Reyes Magos y un dantesco Juicio Universal que llamó la atención del propio Eco y se coló en las páginas de su Historia de la Belleza.
En plan más terrenal, las otras delicias de Bolonia están al alcance del viajero a pasos de la Piazza Maggiore: en la Via Caprarie, donde se codean Tamburini (la meca de los fiambres) y Atti & Figli (la meca de las pastas); en los puestos de la Via Pescherie Vecchie; en reductos populares como el Mercato di Mezzo y la Osteria del Sole, o en restaurantes más apartados y bien recomendados, como la fabulosa All’Osteria Bottega, donde un plato de “su majestad la mortadela”, unos tagliatelle al ragú y una copa de Pignoletto alcanzan para garantizar un almuerzo o una cena memorables.
No faltan librerías bien nutridas, cafés históricos como el Zanarini, chocolaterías artesanales como Majani, anticuarios que son cajas de sorpresas, como Freak Andò; antros modernos y globalizados como Le Stanze; y salones elegantes, italianísimos y algo decadentes, como los del Gran Hotel Majestic giá Baglioni, perfectos para entregarse a un Negroni o a un spritz. Claro que las sorpresas semióticas no dan tregua ni siquiera allí, porque los techos del comedor están pintados con frescos de la escuela de los hermanos Carracci y el subsuelo esconde un tramo de strada romana del 187 antes de Cristo (hay otro, para deleite de los interesados en la historia del Imperio, semiescondido en el local de la casa de muebles Roche Bobois).
¿Algo más? Sí: mucho graffiti en las calles, mucho estudiante barbudo y olor a marihuana en el aire, mezclándose con el incienso que brota de las iglesias. En cuanto a los rojos, más de una nota de viajes insistía en que se dan cita en Camera A Sud, un célebre reducto de la bohemia local. Yo tuve la impresión de que no estaba tomado por rebeldes sino por hipsters, muy concentrados todos ellos en sus laptops, sus ipads y sus celulares. Y no me pareció que nadie estuviera conspirando. Aunque quién sabe.