¿QUÉ HAY DE NUEVO, SALVADOR?

La capital más vibrante del nordeste brasilero sigue derrochando axé a pesar de la crisis y la pandemia. Hoteles, restaurantes y museos animan la escena turística de Salvador, por donde siempre conviene darse otra vuelta. Aquí, algunas pistas para iniciados y novatos.

Ver (y oír) para creer: el Pelourinho sin gringos, hablando sólo portugués. Turistas mineiros, turistas cariocas, turistas paulistas. Algún argentino que otro, puede ser. Dos uruguayos, tal vez. En todo caso, una temporada (ya la segunda) a la baja. Nada de cruceros políglotas en los muelles, nada de Lavagem do Bonfim con multitudes bañadas de blanco, nada de carnestolendas detrás de los tríos eléctricos, nada de ceremonias apretujadas en los terreiros

Un verano unplugged, para decirlo de algún modo, aunque siempre animado, porque en esa Bahía en la que caben Todos los Santos hay cosas que no cambian nunca: el sol que te invita a saltar de la cama muy temprano, las trovas de algún Caymmi o algún Veloso que siempre soplan en el aire, el sabor del aceite de dendé y la leche de coco endulzando los pescados y los frutos de mar que llegan a tu mesa. En fin: esa sobredosis de cultura popular y de espiritualidad presente en el día a día de la ciudad y su gente. Una gente que no pierde la fe.

Claro que los tiempos han cambiado y que la rua Chile (primera calle de Brasil, creada en 1549 como Rua Direita dos Mercadores por el gobernador Tomé de Sousa, puerta de entrada al Centro Histórico y al glorioso Pelourinho), ya no es la que Jorge Amado describió allá por 1977 en su imprescindible Guía de calles y misterios, cuando acaba de llevarse al cine Doña Flor y sus dos maridos. Ahora mismo luce desolada, especialmente por las noches. Pero en ese escenario casi distópico de la pospandemia bahiana hoy reinan, a pesar de los pesares, tres edificios recientemente recuperados: donde supo tener sus cuarteles generales el diario A Tarde, justo frente a la plaza Castro Alves, el grupo Fasano instaló su elegante hotel soteropolitano; a sus pies, después de un tiempo cerrado, el cine Metha Glauber Rocha vuelve a imponer sus aires casi habaneros; y apenas una cuadra más arriba, el que tal vez (o sin tal vez) sea hoy el hotel más encantador de la ciudad: el Fera Palace, reencarnación del viejo Palace al que Vadinho y Doña Flor, justamente, iban a bailar tango y jugar a la ruleta guiados por el poeta. 

Recuperado por un empresario brasilero y un estudio de arquitectura danés, el viejo edificio de los años 30 alberga hoy algo más de 80 habitaciones y sumó un piso en las alturas para dar cabida a una singular piscina, revestida en azulejos portugueses, tutelada por una muy fotogénica cúpula de bronce y con vistas deslumbrantes a la porción de la bahía en la que flota el fuerte San Marcelo.

Los esmerados trabajos de restauración incluyeron la recuperación de los pisos de parquet originales en las habitaciones, de las más de 600 persianas de madera que se esconden tras las ventanas y de cientos de adornos y detalles Art Déco. En el alegre lobby bar y restaurant de la planta baja mandan los mosaicos en blanco y negro, mientras que cada piso del hotel fue pintado con un color diferente, muy a tono con los interiores a la moda en la época original, que también se replica en el mobiliario de las habitaciones. El toque moderno corre por cuenta de las fotografías de autores locales que salpican todo el edificio, del atento servicio y de unas blanquísimas camas king-size en las que ya hubiera querido revolcarse Vadinho.

Un poco más allá, la misma calle Chile conduce a la pequeña pero exquisita galería Pierre Verger, donde el viajero interesado en profundizar en el alma de la ciudad podrá echar un vistazo a fotos y libros que dan cuenta del monumental trabajo del francés más bahiano de todos los tiempos. Pasado el Terreiro de Jesús y cumplida la obligada escala por unas dosis de cachaça con clavo de olor, canela, miel y limón en el legendario Cravinho (en tiempos de Covid conviene abstenerse de la molleja de pollo servida en el mostrador), la aventura se prolonga en el Pelourinho, donde el encanto de las laderas empedradas, el esplendor barroco de los altares, el sonido de los tambores y el peso de la historia, siempre la historia, pueden más que cualquier decadencia del presente. 

Es unas cuadras más allá, sin embargo, superada la fatigosa y embrujada ladera que asciende desde Rosario dos Pretos, en los feudos de Santo Antônio Além do Carmo, donde todo parece estar pasando. Al pionero Cafelier, que ya fue descubierto por los adictos a Instagram y dejó de ser un secreto a voces (pero sigue siendo el lugar con más alma del barrio), se le sumó con el tiempo un rosario de boliches, ateliers, tiendas y pequeños restaurantes: Casa Boqueirão y el Bistrô das Artes pueden ser dos buenos ejemplos, pero hay otros tantos, todos alineados en la misma rua do Carmo, que muere en un fuerte donde al atardecer, y con un poco de suerte, el viajero podrá toparse con una roda de capoeira o un pequeño concierto al aire libre. 

Si de actividades culturales se trata, hoy el niño mimado de Bahía es el flamante museo Cidade da Música, que ocupa un imponente edificio envuelto en azulejos portugueses que llevaba años abandonado frente al Mercado Modelo, en el corazón de la Cidade Baixa y a pocos pasos del Elevador Lacerda. En un moderno e interactivo espacio de tres pisos, sembrados de cabinas y salas en las que se suceden videos, el museo permite explorar la historia musical de cada barrio, descubrir cómo trabaja la Orquesta Sinfónica, tomar nota de los ritmos que hoy impone la periferia de la ciudad y repasar la trayectoria no sólo de artistas consagrados sino también de talentos emergentes. Clases de percusión y hasta cabinas de karaoke redondean hacia el final el ilustrativo (y refrigerado) paseo, convirtiendo esta visita en obligatoria para los melómanos cuyos oídos sintonicen con Brasil. 

No demasiado lejos de allí, en el Solar de Unhão, el MAM sigue siendo el museo mejor emplazado de la ciudad, y en estos días alberga una muestra en homenaje a la arquitecta ítalo-brasilera Lina Bo Bardi, que conjuga su colección de arte popular nordestino con obras de Cándido Portinari, Tarsila do Amaral, Carybé, Mario Cravo Jr. y Calasans Neto, entre otras grandes firmas.

Por su parte, los interesados en la buena mesa querrán saber que Amado sigue liderando la escena gastronómica elegante de Salvador, con su generoso salón, su adorable terraza volcada al mar y, sobre todo, un cardapio a cargo de Edinho Engel renovado recientemente. ¿Algunas sugerencias? Sí: el carpaccio de filé curado con lascas de parmesano, hongos confitados y cebolla brulée; los camarones crocantes envueltos en cabello de ángel sobre risotto de manzana verde, la galinhada de pato y los morangos en textura con mousse de chocolate blanco y tuille de almendras. No menos, un trago memorable de la casa: el Capitanes de Arena, con vodka, Cointreau, jugo de uva verde y limón.

Ya en Rio Vermelho (el barrio bohemio y gastronómico por excelencia de la ciudad, que también conoció tiempos mejores), será mejor ignorar el brote de taperías, cervecerías y cafeterías modernas y concentrarse, por ejemplo, en la deliciosa y noble cocina patrimonial que sirve Leila Carreiro en las mesas de Dona Mariquita, donde se puede probar, incluso, comida de terreiro. El 178 de la rua do Meio esconde este pequeño pero encantador restaurante, con aires de casa privada con quintal, que hoy es lugar por excelencia para entregarse a una poqueca (que no moqueca) de camarones servida en hojas de bananeira y acompañada de acaçá (milho branco cocido con coco), o a un pudim de fava do aridan de misteriosos sabores.

Los que estiren el recorrido hasta la colina en la que se alza la Basílica do Senhor do Bonfim (una cinta más no le hace mal a nadie) querrán saber que justo detrás de esa concurridísima iglesia hay un caserón a salvo de multitudes que alberga al muy recomendable Encantos da Maré, donde Deliene Mota despacha platos nada pretensiosos pero muy sabrosos en ambiente informal. Bolinhos, salgados y tríos de camarón perfectos para recuperar el aliento y sostener la enésima caipirinha, sin mencionar los estupendos platos de la tierra y el mar llegado el caso de que hicieran falta más calorías.

El abanico de novedades no se agota allí, naturalmente. Hay paradores muy bien montados (como los del grupo Lorô en Stella Maris, Flamengo y Pedra do Sal) para los que sin salir de la ciudad quieran aventurarse en playas algo alejadas; comederos a la moda en sitios de aire globalizado, como los de la encantadora Bahia Marina; y reductos alternativos en alza como el boteco Di Janela en Saúde. Pero si hay que elegir conviene no traicionar a Exú ni ahorrarse la visita a los sitios clásicos: esos altares en que Iansá y Santa Bárbara hablan el mismo idioma y esos templos en que las campanas se tutean con los atabaques siguen teniendo mucho para contar. Si París bien vale una misa, Roma Negra vale todas y cada una de sus iglesias. 

La piscina, el lobby, una habitación y el edificio del Fera Palace en la rua Chile.

Saveiros en el puerto según el ojo de Pierre Verger.

La renovada Fundación Jorge Amado y la vista del Pelourinho desde sus ventanas.

Casa Boquierão por fuera y por dentro.

El café del Bistrô das Artes, otra de las novedades en Santo Antônio Além do Carmo.

Cidade da Música: el museo más nuevo (y moderno) de Salvador.

La muestra que evoca a Lina Bo Bardi en el MAM.

La entrada del restaurante Amado y unos camarones crocantes con cabello de ángel y risotto de manzana.

El salón y la cocina bahiana patrimonial de Dona Mariquita, en Rio Vermelho.

Deliene Mota y el caserón que alberga su restaurante Encantos da Maré, detrás de Bonfim.