LUZ, CÁMARA, ACCIÓN

En un nuevo aniversario del 9/11, esta crónica desempolva recuerdos que celebran una ciudad de película: la Nueva York de la que nos enamoramos gracias al cine y que se mantiene en pie en la memoria de todo viajero. Incluso de aquellos que nunca pusieron un pie allí.

Manhattan, 1979, dirigida por Woody Allen.

Manhattan, 1979, dirigida por Woody Allen.

Si la cámara que ahora imagino sobre mi cabeza se alejara un poco, el espectador encontraría una clara forma de distinguirme en medio de esta escena: soy el único personaje que camina. Todos corren. O casi, puesto que quienes no corren, pedalean, y quienes no pedalean, patinan. Nadie camina, nadie anda. Es domingo en el Central Park de Nueva York. Un domingo de octubre de los tempranos años ‘90 en el ombligo del mundo, al que he llegado con la ilusión de que su paisaje me ayude a borrar ciertos accidentes recientes de mi propia geografía.

Entrar al reino de los cielos no ha sido tan difícil como pensaba. A las 6:40 de la mañana casi no había movimiento en el aeropuerto JFK, por lo que la temida cola de migraciones avanzó muy rápidamente y con las primeras luces del día ya estaba esperando el primer taxi amarillo de mi vida. Me trajo hasta Manhattan una robusta colombiana que lleva 18 años viviendo en Queens, a la que pagué 45 dólares por depositarme en el Upper West Side conduciendo sin tropiezo alguno y hablando en castellano.

Ocupo una amplia habitación en el Olcott, toda una institución del barrio. El hotel se ha ganado buena reputación entre bailarines, cantantes y actores que trabajan en el vecino Lincoln Center, diplomáticos de segunda línea y viajeros avispados que saben que ofrece buen alojamiento a precios más que razonables para esta ciudad, en especial si se considera su envidiable ubicación. Con su lobby generoso en mármol, sus ascensores de puertas labradas en bronce, su olor a salsa barbacue en la planta baja y un insólito club de bridge en el ático, el Olcott se alza en la calle 72 a escasa media cuadra del parque.

Examino con atención el studio que me han adjudicado y que pagaré por semana: la cama doble, de la que disfrutaré en solitario, parece muy cómoda; el walk-in-closet es casi tan grande como media habitación, el baño funciona correctamente y la kitchenette dispone de todo lo necesario para cuando no quiera salir a desayunar fuera, o para los solitarios banquetes con provisiones de Zabar’s a los que pienso entregarme las noches en que Clinton, Bush y Perot discutan por televisión (ya hay al menos un par de debates programados para este mes). Luego combato la fatiga del viaje con una ducha apresurada y salgo a ver la ciudad, a pesar del cansancio.

En la esquina, los arcos, buhardillas, nichos, balaustradas y balcones del legendario Dakota parecen erguirse en medio de la nube de humo compacto y blanco que sube de una rejilla de la calle. Si no fuera por el sol radiante que baña Nueva York a esta hora, la escena sería lo suficientemente tenebrosa como para evocar allí mismo al Bebé de Rosemary; pero no es cuestión de molestar a Mia Farrow, que de hecho vive en el edificio Langham, aquí a la vuelta, y ya bastantes problemas tiene con los rumores de su separación. Tampoco es momento de homenajear a John Lennon frente al portal que lo vio morir ni en los célebres Strawberry Fields, que ahora mismo deben estar recibiendo los primeros turistas de la jornada. Así que demoro la entrada al parque, enfilo por Central Park West a la derecha y voy pasando revista a las moles que dibujan el agraciado perfil de esa avenida y la convierten en un muestrario de arquitectura sin par. Primero el Majestic, con la inconfundible estampa dèco de sus torres gemelas; unas cuadras más abajo el Hotel des Artistes, un edificio ni del todo gótico ni del todo tudor que jamás fue hotel; y así decenas de templos residenciales con sus gloriosos vestíbulos y sus porteros al firme. Al llegar al Prasada, en la esquina de la 65, temo cruzarme con Tom Selleck, que tal vez haya conseguido dejarle el bebé a Steve Guttenberg o a Ted Danson y salga a trotar por el parque. Ya lo sé: Trois hommes et un couffin, la versión original francesa, era mucho mejor película que Three men and a baby, la remake americana ambientada en este edificio, pero es un día deslumbrante y la escenografía que me rodea puede bajarle las defensas críticas a cualquiera. 

Al llegar a Columbus Circle compro el ejemplar dominical del New York Times y lo abrazo con tal devoción que debo parecer un creyente rumbo a misa Biblia en mano. Doblo a la izquierda para tomar Central Park South y seguir bordeando el parque. Más porteros al firme, más vestíbulos gloriosos. Contengo el aliento frente al Plaza y sé que no es momento de distraerme con el tramo más comercial de la Quinta Avenida. Los comercios han de estar cerrados, Audrey Hepburn ya no estará frente a las vidrieras de ninguna joyería y, para ser sincero, la Nueva York que he venido a devorar tiene menos que ver con Desayuno en Tiffany’s que con American Psycho, que se publicó el año pasado. Así que remonto la elegante Fifth Avenue rumbo al Norte (más porteros al firme, más vestíbulos gloriosos, más aliento contenido) y a la altura de la 72, sólo que ahora del lado Este de la ciudad, por fin entro al parque. 

La América que retrató Jean Baudrillard desfila frente a mis incrédulos ojos: todos corren. Los gordos y los flacos. Las lindas y las feas. Los negros, los blancos y los amarillos. Me siento en un banco frente al lago del Conservatorio y abro el diario para sumergirme en sus páginas, sinopsis de la abrumadora oferta de esta ciudad. Las hay dedicadas a libros, a restaurantes, a remates, a espectáculos, a museos… pero sentado en este banco frente al Conservatory Pond me resulta imposible no separar la vista de ellas, por tentadoras que sean, y no distraerme con la silueta de los edificios de la Quinta Avenida que trepan por encima de los árboles del Central Park; me resulta imposible no girar la cabeza hacia la derecha y distinguir, algo más lejos, la victoriosa mole de los rascacielos de Midtown, que son las verdaderas catedrales de esta moderna meca occidental. Y de pronto me doy cuenta de que es en vano intentar acallar esa música de Gershwin que empieza a tomar cuerpo en mi cabeza, Rhapsody in blue, para ser más exactos, o ignorar esa voz algo gangosa, la de Woody Allen, para ser más exactos, que me susurra al oído chapter one: he adores New York; o dejar de ver este paisaje fotografiado en blanco y negro, como quiso el director de Manhattan. Entonces comprendo lo que está sucediendo: ya he estado aquí.

1976: Robert de Niro al volante de Taxi Driver, que dirigió Martin Scorsese.

1976: Robert de Niro al volante de Taxi Driver, que dirigió Martin Scorsese.

La misma y curiosa sensación de déjà vu me perseguirá obstinadamente en los próximos días, en las próximas semanas. Por solo que esté, en cada rincón de esta isla al que asome mi nariz alguien me acompañará. La tarde en que el metro me escupa en las alturas de la ciudad para merodear por Sugar Hill, Spike Lee guiará mis pasos para que los grupos de cuatro, cinco o seis negros que me ofrezcan smoke en cada esquina comprendan que no soy un blanco de temer y me permitan seguir descendiendo a pie tranquilamente hasta el Harlem Latino, donde debo llegar sano y salvo a comprar entradas para una gala amateur en el mítico teatro Apollo de la calle 125. El mediodía en que gaste más dinero del debido en una sopa de cebolla con caramelo, un desabrido pescado versión nouvelle cuisine y una pecan pie en los aterciopelados salones del Russian Tea Room, echaré en falta a Jessica Lange, que no estará esperándome en la puerta. Más tarde extrañaré que Diane Keaton no se siente a mi lado en el banco de Sutton Place que mira al puente de Queensboro, ni venga a remar conmigo al lago del Central Park, con las torres del San Remo y El Dorado a mis espaldas. La mañana en que dedique un buen rato a mirar a través de un vidrio el remolino de pantallas, teclados, papeles y personas que alborota la planta baja de la New York Stock Exchange, esperando a que alguien muera de un infarto aunque esto no suceda, buscaré en vano el rostro del codicioso Michael Douglas entre la multitud. Cuando regrese a Manhattan en el ferry procedente de Staten Island veré la ciudad con los ojos de aquella desdichada Secretaria Ejecutiva que encarnaba Melanie Griffith. Vagabundeando por Orange, Pineapple, Clark y otras callecitas de Brooklyn Heigths me cruzaré con la trasnochada de Cher, ya sin una gota de maquillaje en la cara, pateando una lata de cerveza, y querré rescatarla de los brazos de Nicholas Cage, que nunca me ha parecido un buen actor. Sentado en la mesa del fondo del Canegie Deli, mientras lucho con un gigantesco sándwich de huevo y pastrami, escucharé las carcajadas de un puñado de cómicos de Broadway que se burlan del patético Danny Rose. Hannah y sus hermanas se toparán conmigo un par de veces mientras voy y vengo por las galerías del SoHo, pero Barbara Hershey no me prestará demasiada atención porque irá apresurada a su cita con el dentista. Otro día, después de almorzar en el insólito Primorski y de caminar por la nostálgica pasarela de madera de Brighton Beach (por fin el mar), llegaré a la decadente Coney Island para encontrarme con Dianne Wiest, que ha dejado de escuchar la radio y ha venido a pasar el día desde la vecina Rockaway. Cada vez que tome un taxi tendré la esperanza de que en lugar del indio o el pakistaní de turno, o del amable negro de la Guyana británica que me llevará una madrugada desde Union Square a la calle 72 y me dirá que mi país es very small but very nice, Martin Scorsese me ponga al volante a Robert de Niro para conversar un rato con él y preguntarle qué tal es Jodie Foster como compañera de trabajo. En las agitadas noches del Village, que a veces me parecerá una bomba a punto de estallar, o en los antros porno que todavía sobreviven en la Octava Avenida, estaré atento por si aparece el detective Al Pacino infiltrado en medio de los gays. Cuando cruce el puente de Brooklyn entre dos luces trataré de convencer a Meryl Streep, que estará copa en mano, hablándole a la muerte con acento polaco, de que no se suicide. Y la tarde en que me compre una canasta con frutillas a un dólar con treinta centavos, y comiéndolas suba al ascensor de la Torre Sur del World Trade Center con la ilusión de un niño, y en un minuto y quince segundos esté en el piso 107 mirando la ciudad desde el techo del mundo, volveré a pensar en Jessica Lange, que entonces estará aterrorizada en brazos de King Kong y no enamorada en los de Dustin Hoffman.

El cine ha hecho mucho trabajo por nosotros y, ahorrándonos varias escalas, nos ha llevado esta ciudad a casa. Por eso, cualquiera sea su lugar de procedencia, el número de visitas acumuladas, la edad que delata su pasaporte o el peso de su equipaje cultural, el viajero que llega a Nueva York vendrá aquí no sólo a conocer sino también a reconocer sus encantos. Es como si el truco de La rosa púrpura del Cairo, el film de Allen en que un actor puede escapar de la pantalla para inmiscuirse en la vida real y una triste espectadora llevar una vida de película, desafiara al visitante en cada esquina, a cada paso.

Tendemos a suponer que los paisajes que sacuden nuestro mundo interior son los de los grandes espacios abiertos y vacíos (una noche en el desierto, un día junto al mar), porque no hay nada como una geografía imponente para evidenciar nuestra humana pequeñez. Pero una abigarrada jungla urbana, una selva de cemento y cristal conquistada mil y una veces por el cine, también puede configurar un paisaje conmovedor. Y paradójicamente, el delicioso anonimato que nos proporcionan las grandes ciudades, a las que viajamos con el placer añadido de saber que en ellas pasaremos completamente desapercibidos, puede depararnos otra sorpresa: sólo allí somos los protagonistas absolutos de la película que se rueda en nuestra cabeza; de esa historia que, para bien o para mal, jamás se filmará.

He venido a Nueva York solo. Solo, pues, me dejo caer en una butaca del cine Loewes de la calle 84. Estrenan Maridos y esposas, la última de Allen, que siempre ha lamentado que el público confunda su vida personal con su obra cinematográfica. Esta vez, el controvertido creador nos tiene preparada una insólita vuelta de tuerca en la que ficción  y realidad se disparan guiños varios. En lugar de transformar en arte lo que el director ya ha vivido, su nueva película predice lo que hará. La ciudad no habla de otra cosa que de su ruptura con Mia Farrow, y un nombre algo extraño, Soon Yi, Soon Yi, Soon Yi, comienza a ganar espacio en las portadas de las revistas. El nuevo film de Allen, rodado antes de que esa separación se concretara, cuenta el fracaso del matrimonio entre Judy (la propia Farrow) y Gabe (el propio Woody), un veterano profesor que se ha enamorado platónicamente de una joven estudiante. Todo parecido con la realidad no es mera coincidencia. Juntas, la vida y la obra del gran retratista de la ciudad están a punto de dar un giro. Hay varias pistas para los espectadores atentos. Mientras aparecen los créditos de apertura (letras blancas sobre fondo negro, como siempre), ya no se escucha una rapsodia desgarradora ni una melodía dulzona y romántica, sino la desencantada ¿Qué es esa cosa llamada amor?, de Cole Porter. Luego descubrimos que la cámara ha perdido la amabilidad de las películas anteriores para seguir a los personajes casi a los saltos, más a la manera de un documental que de una comedia. En la escena final, un hombre solo, aquejado por el descreimiento, se pierde en la noche neoyorquina. 

La misma noche por la que, a la salida del cine, desciendo solo y lentamente rumbo a la calle 72. Un poco por Broadway, unas cuadras por Amsterdam, otro poco por Columbus.

Se viaja para conocer, pero también se viaja para olvidar. Tomamos prestada una ciudad no sólo para borrar de nuestra mente el escenario que nos es propio, sino también para desaprender una geografía humana. A veces queremos que otro decorado enmarque nuestros pasos, que otros actores se sumen al reparto que anima el libreto de nuestra vida. Buscamos quién sabe qué, o quién sabe a quién, en un sitio extraño. Exploramos con detenimiento un paisaje ajeno y, con un poco de suerte, tal vez nos encontramos.

Posdata:

Muchas cosas han cambiado desde mi primer viaje a Nueva York. Para empezar, el encantador Olcott de la calle 72, donde me alojé un par de veces en los años ‘90,  ya no existe más como hotel. Fue convertido en un condominio residencial y sus apartamentos puestos a la venta. Donde antes funcionaba el club de bridge ahora hay un lujoso penthouse, que hasta hace poco se ofertaba en la sección de mercado inmobiliario de la página web del New York Times. Pedían por él 11 millones de dólares.

Tampoco existe más el Café des Artistes, célebre restaurant que ocupaba la planta baja del edificio del mismo nombre, en la calle 67 y a metros del parque, a través de cuyas ventanas cualquiera podía husmear los desnudos que alegraban los murales pintados por Howard Chandler. El crash financiero de 2008 se sumó a conflictos gremiales de larga data y sus dueños resolvieron cerrar las puertas.

En cuanto al cine, la última crisis económica también inspiró una segunda parte de Wall Street, de modo que Michael Douglas volvió a ponerse a las órdenes de Oliver Stone para recordarnos que, como tantas otras cosas en la ciudad, el dinero nunca duerme. Después de muchos años rodando en Europa, Woody Allen, el gran cronista de Manhattan, también regresó a la isla de sus amores. 

Y en setiembre de 2001 quedó claro que la realidad siempre supera a la ficción. Pero ocurra lo que ocurra, Nueva York siempre seguirá pareciéndonos una ciudad de película.

(ESTA CRÓNICA FORMÓ PARTE DE MI LIBRO UNA FORMA DE VIAJAR/PLACERES MUNDANOS, QUE PUBLICÓ AGUILAR EN 2010)