NOSTALGIA CARIOCA
Cualquier excusa es buena para dejarse tentar por las delicias que Rio de Janeiro ofrece al viajero, pero un fin de semana consagrado a la nostalgia es perfecto para evocar el sabor de su Belle Époque. Esta crónica desempolva la dulce historia de un verdadero templo de la ciudad: bienvenidos a la Confitería Colombo (*).
Con sus enormes vidrieras sobre la calle Gonçalves Dias, sus espejos belgas con marco de jacarandá, sus mesas de mármol italiano y sus sillas con respaldo esterillado, la Colombo lleva más de 120 años de elegante resistencia y sigue siendo el mejor reducto para saborear el pasado de la ciudad.
No puedo evitar cierta emoción cada vez que traspaso sus puertas, emoción que sobrevive, incluso, a la desagradable visión de un pelotón de turistas generalmente más ocupado en fotografiar el decorado que en probar las delicias disponibles en el mostrador. Pero hagamos de cuenta que no están, y que en el barullo políglota que brota del salón viajan los ecos de las tertulias que supieron animar presidentes, escritores, dirigentes de fútbol, músicos, periodistas, empresarios, damas y caballeros de sociedad.
La sabrosa historia se remonta a 1881, cuando con apenas 13 años de edad el portugués Manoel José Lebrao llegó a Rio de Janeiro. Primero se empleó diez años en lo de un comerciante patricio; después, con su amigo Joaquim Borges de Meirelles y un par de socios fundó la Confeitaria Central; y en setiembre de 1894, solo con Borges de Meirelles, fundó la Colombo, que originalmente ocupó los números 34 y 36 de la calle Gonçalves Dias. En el predio vecino, donde actualmente funciona la célebre confitería, refinaban el azúcar y fabricaban los dulces.
A pesar de ciertas turbulencias políticas, el cambio de siglo estuvo pautado en Rio de Janeiro por la bonanza económica y el furor por una Belle Époque que la París de los trópicos se empeñaba en imitar. Para entonces Lebrao ya se había casado con una joven de la alta sociedad carioca, Elvira Cordeiro, y su establecimiento se disponía a destronar a los viejos competidores que dificultaron los primeros años de existencia, como la Confeitaria Pascoal. En mayo de 1889 la Colombo ya había sido sometida a una primera reforma que había dado mucho que hablar, y cuando el 17 de setiembre de 1900 el prestigioso poeta Olavo Bilac alzó la copa para celebrar el sexto aniversario en sus salones y se dejó ver allí por la prensa, quedó claro que la flor y nata de la intelectualidad local estaba dispuesta a mudarse a la calle Gonçalves Dias.
Mientras los años locos y el art nouveau extendían su largo brazo por la ciudad, la Colombo, ampliada y reformada entre 1912 y 1913, ganaba nuevo mobiliario y la suntuosa claraboya que hasta hoy ilumina su corazón. Los ocho imponentes espejos llegaron en barco desde Amberes, y fueron necesarios tres viajes para que todos fueran colocados sanos y salvos. Por sus descomunales dimensiones (tres metros y medio por cuatro, una tonelada y media de peso cada uno), dos se rompieron en la primera travesía y un tercero en la segunda. La ampliación de esos años también sumó un lujoso bar, dotando a la casa de un ambiente ideal para los adictos a la nueva moda de tomar el aperitivo de pie, y el salón de los espejos, donde antes se refinaba el azúcar, se convirtió en un suntuoso restaurante para casi 200 personas. Además, Lebrao abrió un gran almacén, contiguo a la confitería, que rápidamente alcanzó la fama de aquella.
En 1919 los fundadores originales ya estaban retirados de la sociedad, que a partir de entonces quedó constituida por Eloy José Jorge, Antonio Ribeiro França y Antonio Francisco Corrêa, quienes impulsaron nuevas reformas, como la que en 1922 sumó el salón de té del segundo piso. En poco tiempo, además de servir sus especialidades en los más reputados banquetes privados, la Colombo también prestigiaría las fiestas oficiales que se ofrecían en los Palacios de Catete e Itamaraty.
Pasaron los años y los socios, hasta que en 1992 el control accionario de la empresa fue transferido a Arisco, una fábrica de productos alimenticios. Medio Rio debe haber temblado, pero el contrato establecía una cláusula salvadora: el nuevo comprador no podía modificar las características del comercio.
Afortunadamente, tampoco han perdido el gusto las delicias que alimentan la oferta gastronómica de la casa. Esa es otra historia, igualmente jugosa. Los menús de la década del 10 dan cuenta de platos tan afrancesados como una Crême Argenteuil, una Suprême de Foie Gras en Bellevue o unas Fraises frappees au Kirsch.
En la época de oro, cuando la confitería cambiaba el color de las toallas francesas de sus toilettes cada día, la porcelana era de Limoges y las servilletas de Madeira, la clientela acudía a la hora del té para deslumbrarse con otras novedades recién llegadas de Europa: marrón glacé, violetas cristalizadas, botones de rosa.
Más adelante se hicieron famosos los dulces que Antonio Teixeira, fiel cancerbero de las exquisiteces de la Colombo durante 60 años, preparaba allí mismo: hilos y nidos de huevo, papos de anjos, queijadinhas, pasteles de nata, éclairs, milhojas, brioches, rivadavias, cavacas y otros tantos. Las delicias saladas no se quedaban atrás: camarao recheado, coxinha de galinha e barquete, bolinhos de bacalhau y otros petiscos que hasta hoy justifican una vuelta por este venerable templo del Centro de la ciudad, así sea a costa de una mañana o una tarde de playa.
Lo mismo podría decirse de sus famosas gaufrettes, u obleas, que allí llaman biscoitos leques y que siguen empacando en las mismas latas azules y doradas con que fueron presentados en sociedad, para acompañar sorbetes y helados, allá por los años ‘20.
La última vez que me acodé a los mostradores de la Colombo ordené una croqueta de carne, un pastel de palmitos, un quindim em camisola y un pastel de chocolate con pimienta. De pie, naturalmente, como corresponde cuando uno saborea más de un siglo de historia con respeto y admiración. Después, como de costumbre, compré un par de latas de leques y me quedé más tranquilo. Sabía que, pertrechado con ellas, el regreso a casa sería menos duro.
Cada vez que pruebo una de esas obleas, capaces de ennoblecer al más simple de los helados que uno tenga a mano, siento que la vida es un dulce regalo. Y recuerdo que, en caso de cualquier amargura, Rio está a la vuelta de la esquina.
(*) Esta crónica forma parte del capítulo Un río de delicias de mi libro Una forma de viajar. Placeres mundanos, publicado por Aguilar en 2010.