CEREZAS EN BROADWAY
Mientras el 2018 se desvanece y los viajeros planean recibir el 2019 aquí y allá, esta crónica evoca un delicioso fin de año en Times Square: con Manhattan nevada como telón de fondo, una detallada ruta por Broadway a modo de hilo conductor, Bob Fosse en el papel de guía y unos cuantos hits de musicales históricos como banda de sonido (*).
El alcalde Rudolph Giuliani le ha prometido a los neoyorquinos que mañana a la noche, cuando las doce campanadas entierren el 2000 y den la bienvenida al siglo XXI, las calles de Manhattan estarán limpias de nieve para que locales y turistas puedan celebrar el cambio de año como la tradición manda. Es decir, apiñados en Times Square, a lo largo de Broadway y de la Séptima Avenida, esperando que la mítica bola de cristal del New York Times descienda hasta iluminar un letrero que esta vez rezará 2001 y ha patrocinado la compañía Philips. Para más datos, el invitado de honor de la ceremonia será Mohammed Alí, ex Cassius Clay, el célebre peso pesado convertido al Islam en los años ’60 y ahora abatido por el Parkinson.
De momento estamos a más de 24 horas de la fiesta, y este sábado 30 de diciembre constituye el epicentro de una tormenta como la que hace muchos años no vive Nueva York. Desde el punto de vista egoísta e inmoral del viajero, bien podríamos decir que se trata de la tormenta perfecta: de haber llegado unas horas antes no habríamos disfrutado del espectáculo de la nieve; de haberlo hecho unas horas después, no hubiéramos podido aterrizar en el John Fitzgerald Kennedy, que al igual que La Guardia, acaba de cerrar.
Una sucesión de pequeños milagros ha iluminado nuestra llegada esta vez. La suerte nos hizo una primera guiñada ya en la terminal aérea, donde bastante inquietos por la merma de transporte público, los neoyorquinos que volvían a casa refunfuñaban por haber quedado virtualmente atrapados en el aeropuerto.
En efecto, ni un taxi a la vista. A. quedó a cargo de las valijas y yo me lancé a la calle, totalmente desprovisto de la ropa y el calzado adecuados para hacerlo. En el exacto momento en que estaba arrepintiéndome y retrocediendo sobre mis pasos, un negro más negro que el sedán negro que conducía abrió la ventanilla del acompañante y me mostró, desde lejos, un cartel con un número telefónico que luego resultaría salvador: 666- 6666. Le hice señas desesperadas, me acerqué como pude y lo convencí de que nos esperara unos minutos. Aceptó, aunque estaba ansioso por volver a casa y comentó que ése sería su último viaje.
Resultó llamarse Philip, haber nacido en Jamaica y vivir en Brooklyn. El trayecto hasta Manhattan, mientras el día empezaba a ganarle a la noche, tardó más de la cuenta. El sedán negro se desplazaba muy lentamente y, aun así, dos por tres se mecía de un lado a otro, como si la blanca alfombra que había tendido la nieve a lo largo del camino se empeñara en jugar con él. En cualquier caso, conseguimos entrar a la ciudad antes de que todo se paralizara.
El siguiente milagro sucedió un rato después. Porque cuando por fin Philip nos dejó a las puertas del Peninsula, en la esquina de la 55 y la Quinta, yo quedé como hipnotizado ante aquel paisaje mudo y deslumbrante: en primer plano, el eficiente ballet de porteros y botones que, abrigados por capas y tocados por sombreros, acudía a recibirnos; enmarcando la escena, la nieve que caía en silencio, la imponente mole Beaux Arts del viejo Gotham Building alzándose tras ella, los árboles grises y desnudos coronados de blanco. Es decir, más Walt Disney que Woody Allen esta vez. E hipnotizado, pues, olvidé el bolso de mano en el auto. Y dentro de él, los pasaportes, los pasajes de avión, mis cuadernos de notas, la cámara fotográfica. En fin, todo lo que uno no debe perder en ningún caso. Cuando me di cuenta del desastre, el sedán negro del negro Philip ya se perdía de vista a lo lejos.
Unos segundos más tarde yo era un pobre desgraciado tratando de convencer a una elegantísima recepcionista de que era, en efecto, yo, y que tenía una reserva debidamente confirmada. Le expliqué lo sucedido, recibí a cambio toda su comprensión cinco estrellas, y cuando me preguntó, muy razonable, qué compañía nos había traído desde el aeropuerto, sólo pude responder vaguedades: un tal Philip, dije, nacido en Jamaica y vecino de Brooklyn… ¡pero con un cartel que rezaba 666-6666! La amable señorita llevaba unos cuantos minutos insistiendo con el teléfono, que por supuesto daba siempre ocupado, cuando milagrosamente, con sus vaqueros raídos y su canguro de franela totalmente cubiertos de nieve, el negro Philip, natural de Jamaica y vecino de Brooklyn, irrumpió en el opulento lobby del Peninsula con mi bolso de mano en la suyas y me devolvió el alma al cuerpo. Lo abracé como a un amigo de toda la vida.
Nos instalamos en nuestra habitación, ya con la identidad recuperada; hicimos una primera incursión por el glorioso spa en las alturas del edificio, que entre otras perlas regala una piscina cubierta con vista a las mansardas del St. Regis; y luego seguimos las noticias sobre la tormenta perfecta en un televisor empotrado frente a la bañera, donde nos sumergimos en un mar de burbujas finiseculares mientras Giuliani prometía barrer la nieve de las calles y dejar Times Square a punto. Buena manera de culminar el año, pensé.
A media tarde, ya bastante repuestos del jet-lag, salimos a la calle. Otra simpática señorita del staff nos proveyó de unos enormes y elegantes paraguas verdes, y la primera tarea fue hacernos de las indispensables botas para lidiar con las resbaladizas veredas de la ciudad. Pasamos frente a la catedral de St. Patrick, nos deslumbramos unos minutos frente al árbol de Navidad del Rockefeller Center y, casi sin querer, llegamos a Times Square. Giuliani estaba cumpliendo con su palabra: un enorme enjambre de operarios, enfundados en uniformes fosforescentes, se afanaba en despejar la nieve de la calzada. Pala en mano, trabajaban rítmica y alegremente, orgullosos de la tarea que tenían por delante. Eran un cuerpo de baile municipal en acción sobre un escenario iluminado por los mismísimos neones de Broadway.
Vimos el cartel que anunciaba Fosse, el musical en homenaje al legendario coreógrafo, y cruzamos hasta la boletería del Broadhurst Theatre a probar suerte. Entonces sucedió el tercer milagro de la jornada: en el pico de la temporada festiva, con la ciudad atestada de turistas, dos asientos en segunda fila de platea disponibles para la función de esa misma noche, que no se cancelaba por tormenta alguna. Mientras regresábamos al hotel para prepararnos antes de que se levantara el telón, volvimos a prestar atención a la fascinante escena de los operarios de limpieza que se multiplicaban avenida arriba y avenida abajo. Ahora se les habían sumado unos modernos carros para derretir la nieve, color naranja. Parecían cerezas boyando en el merengue.
Víctimas de una metonimia digamos, turística, estamos acostumbrados a asociar Broadway con Times Square, confundiendo una parte con el todo y olvidando que la historia de la célebre avenida no sólo vive de musicales.
Para empezar, se trata de la arteria más larga de Manhattan: la recorre íntegra, de sur a norte, y luego se interna en el Bronx, perdiéndose finalmente en Yonkers, ya fuera de los límites de la ciudad. Toma su nombre (vía ancha, en castellano) del holandés Breede Weg, puesto que su existencia data de la época en que Nueva York no era sino Nieuw Amsterdam. Los colonizadores la llamaron primero Heere Straat, aunque ya se la conocía como Wickquasgeck Road, en referencia al antiguo camino abierto en medio de la vegetación por los nativos americanos que vivían al sur de la isla antes de que los holandeses pusieran un pie en ella y construyeran su fuerte.
Con el tiempo se convertiría en la espina dorsal de la ciudad. Hacia 1820, la zona de Citi Hall ya constituía el centro de su vida cívica y cultural, y pronto sería, con sus oficinas de telégrafos y sus daguerrotipos, la capital de los medios de comunicación del país. A mediados del siglo XIX, unos 15 mil vehículos circulaban cada día por el cruce de Broadway y Fulton, ocasionando legendarios embotellamientos en un tráfico animado por carruajes, diligencias y tranvías tirados por caballos. Para entonces, los propios ingleses reconocían que no había en todo Londres un boulevard tan ajetreado.
Sigue siéndolo, de cabo a rabo. El tramo inicial de la avenida, que transcurre en el Distrito Financiero, entre la rotonda de Bowling Green y el City Hall Park, ha pasado a la historia como el Cañón de los Héroes, y hasta hoy es escenario de desfiles triunfales que los neoyorquinos llaman ticker-tape-parades, en alusión a la lluvia de papeles con que bañan a los ídolos de multitudes. Actualmente lo hacen con los desechos de oficina y con los kilos de confetti que distribuye el propio gobierno de la ciudad, pero antes se valían de las cintas en que se tipeaban las cotizaciones de la Bolsa. De ahí el curioso nombre de estas manifestaciones que blanquean el cielo del Bajo Manhattan con la gracia de una pequeña tormenta de nieve artificial.
La costumbre parece haberse iniciado en ocasión de la llegada desde París de Miss Liberty, la estatua de la Libertad que el pueblo de Francia obsequió al de Estados Unidos en su centenario. Pero después de haber saludado en 1886 a esa célebre dama bañada en cobre, esta porción de Broadway ha visto pasar a celebridades de todo pelo: papas, atletas, reyes, héroes de guerra, presidentes democráticos, presidentes de los otros y un largo etcétera. Theodore Roosvelt de regreso de su safari africano y Charles Lindbergh tras haber sobrevolado el Atlántico. Eisenhower y Mac Arthur como generales victoriosos, pero también Gertrude Ederle como la primer mujer que cruzó a nado el Canal de la Mancha y Amelia Gade Corson como la segunda mujer (pero la primer madre) en hacer lo propio. Jesse Owens con sus cuatro medallas de oro tras haber volado en las pistas de Berlín y Howard Hughes después de haber surcado los cielos del mundo durante tres días. Churchill y De Gaulle. Haile Selassie y Nelson Mandela. El argentino Arturo Frondizi y el uruguayo Luis Batlle Berres. Los New York Giants, los New York Yankees y los New York Mets. Los veteranos de Vietnam y los tripulantes del Apolo 11. En fin, el mundo.
Pero dejemos atrás el Cañón de los Héroes, que todavía hay mucha avenida por recorrer. Después de abandonar City Hall, Broadway enfila al norte surcando Chinatown, con sus papeles coloridos, su enigmática caligrafía y sus toneladas de alimento disecado; surcando el SoHo, desafortunadamente cada vez más comercial y menos artístico; y surcando el Village, siempre bohemio e intelectual, que le regala kilómetros de libros usados al llegar a The Strand, en la esquina de la calle 12, en cuyas estanterías uno podría quedarse hurgando la vida entera. Cruza la convulsionada 14 y respira aliviada en Union Square, donde los puestos de flores y las animadas cafeterías le dan un merecido descanso. Pero luego sigue camino, ahora en diagonal, como si fuera un alfil desplazándose por el tablero de ajedrez de Manhattan. A la altura de la calle 23 pasa junto al afilado peñasco del Flatiron Building, fotografiado hasta el cansancio, y en la esquina de la 34 tributa honores a Rowland Macy, que mudó allí su tienda en 1902.
Después de dejar atrás el alicaído Garment District, y ya en el corazón de Midtown, la larga avenida se entretiene con los teatros (unos cuarenta, al día de hoy) establecidos en torno a Times Square, que antes se llamaba Long Acre y fue rebautizada a comienzos de siglo en honor al diario más famoso de la ciudad, que tuvo allí su sede hasta los años ‘60.
Prosigue rumbo al Central Park, atraviesa Columbus Circle y se transforma en el generoso boulevard que, con floridos canteros al medio, serpentea a lo largo del Upper West Side. Se rinde, melómana, a las puertas del Lincoln Center, que alberga entre otros a la Metropolitan Opera House y al Avery Fisher Hall. Más adelante se detiene ante requiebros arquitectónicos varios, como los de los edificios Ansonia (entre la 73 y la 74) y Apthorp (entre la 78 y la 79), gloriosos sobrevivientes de los primeros años del siglo XX, cuando los neoyorquinos emprendieron su mudanza hacia los nuevos barrios residenciales del Alto Manhattan y ocuparon apartamentos que de tan grandes y lujosos parecían imposibles.
De inmediato se deja tentar por las delicias de Zabar’s, meca gourmet que se levanta en la esquina de la 80 (no es necesario ser judío ortodoxo para sentir verdadera devoción al entrar a ese templo: lo juro), y allí consume las colorías necesarias para seguir camino hasta la Universidad de Columbia, ya en los feudos de Morningside Heights. Bordea más campus universitarios, escuelas de música, iglesias, seminarios teológicos y hospitales, y abandona sana y salva la isla de Manhattan. Sortea en puente el Harlem River, traza un tajo en el Bronx y finalmente nos deja en Toll, a treinta y pico de kilómetros del punto de partida, como perdidos en Yonkers. ¿Perdidos en Yonkers? Eso me recuerda que habíamos quedado en ir al teatro.
Show time, señoras y señores. La sala del Broadhurst queda a oscuras. Se levanta el telón. Se enciende una luz sobre el escenario. Se escucha una voz. Ya estamos hechizados. Ya tienen nuestro corazón en sus manos.
Life is just a bowl of cherries
Don't take it serious,
Life's too mysterious
You work,
You save,
You worry so
But you can't take your dough
When you go, go, go
So keep repeating "It's the berries"
The strongest oak must fall
The sweet things in life
To you were just loaned
So how can you loose
What you've never owned
Life is just a bowl of cherries
So live and laugh,
Laugh and love
Live and laugh at it all!
Esta simple, dulce y sabia canción que constituye la obertura de Fosse fue escrita en los años ‘30 por Lew Brown y Buddy de Silva, autores de la letra; y por Ray Henderson, que tuvo a su cargo la música. Debe ser tan conmovedora porque dice algo que todos sabemos pero nos empeñamos en olvidar: la vida es apenas un bowl de cerezas. No hay que tomarla en serio, ya que es puro misterio. Uno trabaja, ahorra, se preocupa de más… pero no puede llevarse el dinero cuando se va. Hasta el más duro roble debe caer, y las cosas más dulces de la vida sólo te han sido prestadas. De modo que, ¿cómo perder lo que nunca fue tuyo? La vida es apenas un bowl de cerezas. Así que vive y ríe, ríe y ama, vive y ríete de todo.
El tema original es algo más largo, y fue popularizado por Rudy Vallée en 1931, en una de las revistas musicales del productor George White, conocidas como Scandals, que hicieron capote en Broadway entre 1919 y 1939. Dichas revistas habían nacido para competir con las imbatibles Follies de Florenz Ziegfeld, que reinaron casi un cuarto de siglo en Nueva York y que a su vez estaban inspiradas en la legendarias Folies Bergères de Paris.
Abrir un espectáculo con semejante guiñada al pasado es toda una declaración de intenciones. No sólo porque Bob Fosse, el homenajeado, ya se había valido de esas viejas cerezas para endulzar el último musical que dirigió en Broadway (Big Deal, en 1986), sino además porque lo que se ha querido hacer con este show es rendirle tributo a uno de los popes contemporáneos de un género que lleva casi un siglo y medio cautivando a las plateas.
La comedia musical hunde sus raíces en géneros varios, entre los que deben figurar la ópera buffa, la operetta y la ópera cómica; pero también el vaudeville, la revista musical y hasta las viejas extravaganzas. Hay consenso generalizado en señalar a The Black Crook, estrenado en 1866, como el primer espectáculo teatral concebido como una comedia musical a la americana, pero los expertos también coinciden en que Show Boat, de 1927, constituye el germen de los musicales tal y como los entendemos hoy.
Mucha agua ha corrido bajo el puente desde los locos años ‘20, cuando la creatividad hervía en Nueva York y cada noche un cuarto de millón de personas llenaba las calles de Times Square en busca de entretenimiento. La crisis del 29 arrojaría sombras sobre el mundo del espectáculo, pero Broadway se las ingenió para salir adelante. En 1935 llegaría la aclamada Porgy and Bess, en los ‘40 Oklahoma! y en los ‘50 West Side Story. La década del ‘60 será recordada por Hello Dolly, El violinista en el tejado, Hair, Sweet Charity y Cabaret (todavía sin Liza, rechazada por Harold Prince y más tarde rescatada para el cine por nuestro Bob Fosse); y en los años ‘70 desembarcarían A chorus line, la simpática Annie y la insufrible Evita. Llegados los ‘80 será el turno de Cats, que venía de arrasar en Londres, y de El fantasma de la ópera, ambas con el sello del británico Andrew Lloyd Weber. Las invasiones inglesas estaban consumadas.
Para los ‘90 tendríamos los hits de La bella y la bestia y el helicóptero en el escenario de Miss Saigón, aunque esos años de tolerancia cero en las calles y bonanza económica en la Bolsa traerían aparejado otro aterrizaje en Times Square: el de una propuesta urbana comercial y globalizada, capitaneada por la compañía Disney y seguida de cerca por cadenas de restaurantes temáticos y tiendas de renombre que acabarían por limpiar la pequeña Sodoma en que se había transformado la calle 42 desde finales de los años ‘70. No más sex shops a la vista, drogadictos callejeros ni prostitutas en las esquinas. Adiós Taxi Driver, bienvenido Rey León.
Pero volvamos a lo que tenemos delante de nuestros ojos ahora mismo. No sé si alguna vez había visto semejante par de piernas en el escenario. Stephanie Pope, la protagonista femenina que nos ha tocado en suerte esta noche, llegó a ser discípula directa del propio Fosse. Trabajó con él en una gira nacional de Sweet Charity y debutó en Broadway con Big Deal. Con los años se transformó en estrella: llegó a coprotagonizar Chicago junto a la mítica Chita Rivera y ahora está al frente de este espectáculo que cierra un círculo perfecto, devolviéndola como prima donna a las canciones que debió aprender en sus comienzos, cuando era apenas una actriz de reemplazo. Nacida en Harlem, donde también dio sus primero pasos como bailarina, esta negra sabe sacarle partido a su monumental cuerpo.
La dulzura vocal con que hace unos minutos se entregó a la canción de las cerezas Life fue sucedida por una enorme gracia para ejecutar los delicadísimos movimientos con que acaba de bailar Bye Bye Blackbird, el delicioso número musical que Fosse concibió en 1972 para un show televisivo protagonizado por Liza Minnelli valiéndose de los pequeños grandes recursos que fueron su sello de marca como coreógrafo: bombines que suben y bajan al unísono, palmas que golpean muslos enfundados en riguroso negro, chasquido de dedos, hombros que rotan, caderas que giran y otros pavoneos físicos que se reconocen al instante.
Esos tics forman parte del legado de un maestro nacido en Chicago en 1927, que hizo sus primeras armas, de niño y adolescente, pisando las tablas de vaudevilles y burlesques. A los 13 años ya se ganaba sus dólares bailando en pareja con su amigo Charles Grass, a los 15 era maestro de ceremonia en tugurios varios y a los 18 se alistó en la Marina. Luego se paseó por distintos escenarios bailando con su primera mujer y debutó en Broadway en 1950, en la revista Dance me a song.
Tres años después estaba en Hollywood, donde actuó, cantó y bailó en tres musicales, y tuvo a su cargo la coreografía de un cuarto. Se casó por segunda vez, volvió a Broadway y se ocupó de la coreografía de The Pajama Game (1954), que le valió el primero de los diez premios Tony que ganaría a lo largo de su carrera. Poco después conoció a Gwen Verdon, que se convertiría en su tercera esposa. En 1959 debutó como director, y en 1966 arrasaría con Sweet Charity, que luego fue llevada al cine sin mayor éxito. La revancha llegaría con Cabaret, que en 1972 se alzó con ocho premios Oscar. Luego vendrían Chicago (1975) y Danci’n (1978). Al año siguiente dirige All that jazz película tan autobiográfica como premonitoria. Entrados los años ‘80 la llama creativa del genio parece menguar. Fracasa tanto en el cine como en el teatro. Muere en Washington, de gira, con apenas 60 años, víctima de un paro cardíaco.
Pero ahora la escultural Stephanie Pope nos hace olvidar toda tristeza meneando sus caderas con la solvencia de una experimentada prostituta para aderezar una nueva versión de Big Spender, uniendo su voz a la del parejísimo elenco para susurrar a coro el delicioso I wanna be a dancin’ man o poniendo sus piernas en acción para evocar con tono cabaretero a su Mein Herr.
Por último, y después de varios números, un final a toda orquesta para celebrar a Benny Goodman con Sing, sing, sing. Y como jamás se nos ocurriría contrariar semejante sugerencia, nosotros también salimos del teatro felices y cantando.
A fin de cuentas, acabamos de llegar a Nueva York, está a punto de terminar el año, hemos presenciado una función inolvidable y tenemos varios días por delante para disfrutar de la ciudad. En semejante estado de trance, me temo que incluso somos capaces de perdonarle a Disney que haya infantilizado Times Square, a la que mañana volveremos para recibir el siglo XXI. Ahora queremos celebrar nuestra primera noche en la ciudad, reconciliarnos con su pasado y alzar la copa en honor al genio de Fosse, que nunca pudo con sus vicios. Así que se nos antoja un par de tragos en el Campbell’s Apartment de la Grand Central Station. Estamos apenas a unas cuadras, de modo que desafiamos el frío y caminamos.
Pensándolo bien, la vida se parece mucho a una comedia musical. Empieza con un gran golpe de efecto, puesto que un alumbramiento siempre llama la atención de todo el mundo y despierta los primeros bravos. Luego se suceden uno, dos o tres actos, dependiendo de la suerte que se tenga y los años que se lleguen a cumplir. Es decir, apenas un par de variaciones sobre el mismo tema. La melodía que constituye nuestra banda de sonido existencial sufrirá ciertas modificaciones a lo largo del tiempo, como es lógico. A veces la entonaremos a capella, otras nos acompañará toda una orquesta; pero en cualquier caso, letra y música estarán al servicio de un argumento básico, como sucede en las comedias musicales. Y cuando queramos acordar, ¡zás!: un gran final para volver a llamar la atención. Bravo otra vez. Qué bien que estuvo. Qué pena que ya se haya terminado. Por triste que resulte, sabemos que sobre nuestras vidas pende la misma amenaza de cada noche en el teatro: en algún momento caerá el telón. Y como enseña sabiamente el show business, también sabemos que el espectáculo habrá de continuar. Con o sin nosotros.
Como cantaba Rudy Vallée, la vida es apenas un bowl de cerezas. No hay que tomársela demasiado en serio. Será por eso que nos encanta pasear por Broadway, donde el cielo está encendido de neones y las estrellas sólo brillan en los escenarios.
(*) Esta crónica fue originalmente publicada en mi libro Una forma de viajar. Placeres mundanos, que editó Aguilar en 2010.