NUEVOS AIRES EN EL CHELSEA

Después de una década a puertas cerradas, el legendario hotel de Manhattan despliega nuevos encantos con una puesta en escena que rinde homenaje a la historia del edificio y a la prosapia de sus más famosos huéspedes.

Los puristas pueden dormir tranquilos: la fachada del legendario Hotel Chelsea de Nueva York permanece intacta, con sus ladrillos rojos, sus balcones de hierro forjado y sus techos de mansardas, como si nada hubiera pasado desde 1883, cuando lo levantó el arquitecto Philip Hubert.

La historia que vino después es lo suficientemente conocida: de edificio de viviendas de 12 pisos a mítico hotel (inaugurado en 1905) por el que pasó un batallón de artistas, músicos, escritores y celebridades varias, de Arthur Miller a Bob Dylan, de Andy Warhol a Janis Joplin, de Leonard Cohen a Robert Mapplethorpe, de Salvador Dali a Patti Smith.

De los cambios interiores se ocuparon los flamantes propietarios: Sean MacPherson, Ira Drukier y Richard Born (del grupo BD Hotels, que también está detrás del celebrado Bowery), quienes entre otras cosas restauraron molduras, carpintería de época y pisos de mosaico; rescataron algunas obras de arte que dejaron los antiguos huéspedes, mantuvieron el icónico letrero de neón de la fachada y reprodujeron los pomos de las puertas con el monograma del hotel.

La actual oferta para pasar la noche es coherente con el colosal tamaño del edificio, porque hay algo más de 150 habitaciones y suites, que se reparten en 14 categorías: desde pequeños estudios hasta apartamentos de dos dormitorios y cocina. El diseño de interiores, todo lo ecléctico que cabe esperar de una casa legendaria con una vida tan larga: hay tapizados animal print tuteándose con alfombras de aire victoriano, tapices antiguos, arte moderno y piezas vintage. No faltan detalles para celebrar la rica historia musical del hotel, como los equipos (wifi) Marshall en cada habitación.

Tres espacios gastronómicos son la alternativa a la hora de comer y beber. El restaurante El Quijote sigue en pie (abrió originalmente en 1930, y es uno de los más viejos de la ciudad), con una carta que mantiene el acento español y en la que no faltan la tortilla, los pimientos asados ni el jamón ibérico. Por su lado, el Café Chelsea juega a ser el bistró parisino del barrio, y sirve desde pollo asado hasta ostras frescas, al tiempo que el imprescindible Lobby Bar del hotel despacha tragos, tapas y pequeños platos para compartir en plan más informal.

Redondeando los atractivos de esta reencarnación del Chelsea, un spa (de pronta apertura) y un rooftop con fitness center y vistas a la ciudad suman nuevos encantos al viejo hotel que no quiere pasar de moda.