MONTEVIDEO, LA DECADENTE

Decadente, adormecida, olvidada… y encantadora. Así han definido a Montevideo unos cuantos trotamundos de renombre que visitaron la capital uruguaya. Para cerrar este 2020 que nos obligó a viajar alrededor de nuestra habitación, el último post del año recala en casa y recuerda cómo nos han visto (y cómo nos ven) desde afuera.

Foto: María Elena Zúñiga / Unsplash

Foto: María Elena Zúñiga / Unsplash

Cuando el escritor escocés William Boyd, nacido en Ghana, decidió ambientar parte de su novela Any human heart en Montevideo, aún no la había visitado. Pero en el invierno de 2004, de viaje por Argentina, resolvió cruzar el Río de la Plata. Quería comprobar con sus propios ojos si la exótica urbe de sus fantasías literarias era tan tentadora como el corned beef de Fray Bentos que había alimentado su infancia; tan enigmática como el naufragio suicida del Graf Spee, que había inspirado una película de guerra de su juventud; tan linda como la ciudad de 1914 en que él había parido al héroe literario de su madurez. “La respuesta corta y brutal es no”, confesó el novelista en un artículo publicado en la revista británica Conde Nast Traveller.

Sin embargo, dos días le alcanzaron para descubrir que Montevideo seguía ejerciendo cierta seducción. ¿Qué vieron sus ojos? Un estilo vagamente parisino, anchos bulevares, avenidas arboladas, edificios públicos, plazas y otras cosas más o menos similares a las que se ven en cualquier capital sudamericana que date de la misma época. Y comparada con Buenos Aires, que vive básicamente de espaldas al río, la capital uruguaya le resultó algo así como una Rio de Janeiro sin élan tropical.

Paradójicamente, fue la falta de grandes atractivos turísticos lo que le resultó más interesante, y atribuyó al aire de decrepitud de la ciudad su atmósfera intrigante, digna de las páginas de Graham Greene.

Para un hombre de su edad y sensibilidad (nació en 1952, publicó más de una decena de novelas, escribió otros tantos guiones para cine y televisión, fue galardonado con la Orden del Imperio Británico), ver que la basura era recogida por carritos tirados a caballo y las calles contaminadas por ruidos y gases varios equivalió a un viaje en el tiempo varias décadas marcha atrás. Le llamaron la atención el abrigo usado y grasiento del portero del hotel, los parques desatendidos y raídos, la mercadería pobre y ordinaria de las vidrieras, el pavimento hundido, el aire soviético y kitsch del ornamento de los edificios públicos, el desenfreno de baratijas en la avenida principal y naturalmente la plaza Independencia, cuyo Palacio Salvo, obra del italiano Mario Palanti, consideró el rascacielos probablemente más feo que pueda verse y comparó con un cohete ruso a punto de ser lanzado desde Baikonur. 

Semejante tristesse, de la que puso a salvo las mansiones de Carrasco, el Café Brasilero de la Ciudad Vieja, las generosas fruterías de aquí y allá y el democrático Mercado del Puerto (Boyd estuvo en El Palenque y dice que jamás comió en un lugar igual), le pareció sin embargo fascinante. Y al marcharse de Montevideo pidió dos deseos: que se concretara el rescate del Graf Spee y que la ciudad no perdiera del todo su talante greeneano.

Unos meses antes, reporteando para la misma revista, Chris Moss (más interesado en Colonia del Sacramento y en el balneario rochense de La Pedrera), hizo foco en la difunta estación de trenes, en la arquitectura art dèco y en el contagioso ritmo del candombe. Con evidente sensibilidad por la música, Moss anotó también que La Cumparsita había sido compuesta en esta ciudad por un uruguayo (Gerardo Matos Rodríguez), y que algunos expertos reivindicaban a Tacuarembó como la cuna de Carlos Gardel. Y aunque reconoció que Montevideo jamás podría competir con la campaña de marketing que lleva adelante Buenos Aires, opinó que la capital uruguaya era exactamente lo que cabía esperar de una tangopolis: una ciudad olvidada, contemplativa, polvorienta y decadente. Por lo demás, y seguramente inspirado en los puestos callejeros de Tristán Narvaja o de algún otro mercado de pulgas, aseguró que con su collage de madonnas, sus carteles viejos de Coca-Cola, sus discos de vinilo, sus jaulas de pájaros y sus viejos anuncios de Campari –siempre con el candombe como música de fondo– Montevideo era capaz de sustituir a La Habana en las fantasías latinas de los ingleses.

Por su parte, al estadounidense Bob Shacochi, que llegó por aquí como corresponsal de la revista Travel and Leisure hacia 1999 y visitó Cabo Polonio, Punta del Este, La Paloma, Chuy y Durazno, le pareció que Uruguay vivía en un particular estado de gracia: ni esclavo de su pasado, como Perú; ni obsesionado con el futuro, como su país. Dicho sea de paso, Uruguay lo llenó de nostalgia por su América perdida, la América idealizada que pudo haber existido entre los años 50 y 60, mientras él crecía en la costa atlántica de Estados Unidos.

En cuanto a Montevideo, capital de un país que más bien correspondía describir como una ciudad con una gran estancia anexada a sus espaldas, Shacochi sostuvo que tenía los suficientes atractivos como para mantener ocupado a un turista… durante uno o dos días. 

Aceptando que los viajeros la relegaban al estatus de mera escala, Daniel Altman, que firmó una nota para The New York Times en el año 2006, sostuvo que Montevideo era una ciudad relajada en la que el pasado vivía aún con cierto estilo, y que ofrecía al visitante un ecléctico mix de arquitectura y cultura.

A modo de ejemplo citó las calles de la Ciudad Vieja, apreciando que muchas de ellas regalaban vistas del Río de la Plata en ambos extremos y asegurando que escondían un botín de tesoros arquitectónicos de fines del siglo XIX y principios del XX. Visitó el Museo Histórico, el Palacio Taranco, el Mercado del Puerto y la plaza Independencia, con su inefable Palacio Salvo, que naturalmente llamó mucho su atención. Pero quedó todavía más perplejo cuando descubrió que el bar en que se entregó a un chivito, pináculo de la comida rápida local, se llamaba The Manchester. Y que la imagen que acompañaba su logotipo era la del Big Ben de Londres. 

Ha pasado algún tiempo, claro. The Manchester y el Big Ben volaron de la esquina de 18 y Convención, donde ahora reina La Pasiva, pero los comentarios de Boyd, Moss y Shacochi, que compilé para un libro publicado en 2010, no han perdido puntería ni vigencia. 

Tal vez pueda decirse lo mismo de los viejos apuntes montevideanos de Rosita Forbes, con los que me topé un tiempo después, investigando para otro libro.

Nacida en Inglaterra y en 1893 como Joan Rosita Torr, esta mujer fue una gran exploradora y aventurera. Primero como acompañante de su marido, el coronel Ronald Forbes, de quien se divorció en 1917, pero luego por cuenta propia, recorriendo buena parte de Asia, África y América del Sur. Fue la primera mujer en cruzar el desierto de Libia, se hizo amiga personal de Lawrence de Arabia en El Cairo y hasta se granjeó fama de espía internacional.

Publicó varios libros de viajes, rodó una película, escribió novelas que fueron llevadas al cine, se entrevistó con líderes políticos de numerosos países y fue miembro de la Royal Geographic Society. Se casó en segundas nupcias con otro coronel, Arthur McGrath, y con él recorrió varios países del mundo, incluyendo Uruguay, donde estuvo a comienzos de los años 30.

Forbes se interesó muy especialmente en la “utopía uruguaya”, se refirió al país como la Rusia de América del Sur y tomó nota de la vida de la Montevideo de aquellos años. “Es una ciudad encantadora, rodeada por el marfil de las playas y el azul acero de los eucaliptos (…) La población de la capital es, aparentemente, anfibia, ya que durante todo el día entre noviembre y marzo las avenidas están llenas de figuras corpulentas vestidas con batas de felpa”. 

También le llamaron la atención “un verano demasiado largo”, con oficinas que permanecían cerradas “durante dos o tres horas” cada día, y unos edificios públicos que rivalizaban con los de Viena, “otra capital sin país”. Forbes concluyó que Uruguay pretendía ser un país cosmopolita “pero no soporta que un extranjero haga dinero”, y que Montevideo era “la dramatización de Karl Marx”. 

Casi un siglo más tarde, y con un espíritu completamente diferente, la revista estadounidense Conde Nast Traveler ubicó a Montevideo entre las 14 ciudades emergentes del año 2017. Entonces pudimos leer: “Hogar de la población de medio Uruguay, esta ciudad al borde del mar a menudo olvidada, es al mismo tiempo clásica y ecléctica, vibrante y adormecida. Es una ciudad rica desde el punto de vista cultural, donde la música y las artes prosperan. No se pierda el Teatro Solís, el más viejo e importante de la ciudad, ni el Museo del Gaucho, donde los muebles, estatuas y pinturas ayudan a saborear la vida de los ranchos en el interior de una mansión del siglo XIX. El Museo Nacional de Artes Visuales, abierto en 1911, alberga la mayor colección de obras de artistas uruguayos. Para souvenirs con sentido histórico, nada como los anticuarios de la Ciudad Vieja, y asegúrese de pasar por la Plaza Matriz un sábado: cada fin de semana, los vendedores despliegan sellos postales vintage, pestillos antiguos y demás. Siguiendo el espíritu de lo viejo que encuentra a lo nuevo que domina la ciudad en estos momentos, algunos de los hoteles y restaurantes más cool decoran sus interiores con ese tipo de hallazgos. Si puede, reserve su estadía en el hotel Alma Histórica. Refrésquese en cualquiera de las muchas playas pero no se limite a una sola: la famosa Rambla las conecta a todas. Cene en Jacinto, donde la chef Lucía Soria sirve platos frescos y ligeros, con énfasis en los vegetales. Su tarta de puerros y calabaza es un must”.

Ese mismo año, el célebre The New York Times volvió a ocuparse de la capital uruguaya y publicó una nota con este largo y extraño título: “Los emprendedores millenials le dan a la adormecida Montevideo una fresca sacudida”. En el artículo recomendaban Futuro Refuerzos (ahora en Sinergia WTC), La Pasionaria, Jacinto, Estrecho, Sucrè Salè, los eventos organizados por Mesabrava y Casa Banem, entre otros sitios.

Foto: Greta Schölderle Moller / Unsplash

Foto: Greta Schölderle Moller / Unsplash

Uruguay y Montevideo también llamaron la atención del célebre cocinero y trotamundos Anthony Bourdain, que les dedicó no uno sino dos programas de televisión, separados en el tiempo. En el primero visitó El Palenque, la chivitería Marcos (donde definió al plato típico de la fast food vernácula como el Monte Everest de los sandwiches), probó chorizo al pan en el Barrio Sur y mulita en algún lugar del interior, comió en el laureado parador La Huella de José Ignacio y en un reducto más bohemio de Cabo Polonio.

En su segundo viaje, realizado pocos meses antes de su trágica muerte, quien lo guió por estos lares fue el chef uruguayo Ignacio Mattos, y Bourdain sumó a su lista el Bar Arocena, Escaramuza, Jacinto, La Ronda, el Bar Las Flores y la parrilla El Alemán (que queda en Acevedo Díaz y Canelones, como supe gracias a él).

Entusiasmado por el consumo legal de marihuana, Bourdain celebró los encantos de un país donde siempre “hay mucho tiempo para charlar y para los amigos”, un país “que pasó del autoritarismo al progresismo en apenas una generación”, y cuya capital evoca a la vieja Habana y a una Buenos Aires sin muchedumbres.

En marzo de 2019, cuando la consultora Mercer sentenció que Montevideo era la mejor ciudad de América Latina para que vivieran los empleados de las multinacionales (Viena, como de costumbre, fue electa la mejor del mundo) la corresponsal de El País de Madrid Magdalena Martínez se despachó con un artículo sobre “las miserias y el loco encanto decadente” de la ciudad: “Sufridos y austeros, los montevideanos soportan la falta de glamour de una sociedad de consumo prohibitiva, como soportan también los rigores de vivir en la capital más austral de América, con inviernos cortos y crueles, azotados por el viento helado que sube desde el sur directamente de la Antártida, y porcentajes de humedad del 95% que calan los huesos.

Sin embargo, como muestran las crecientes cifras de entradas migratorias, cada vez llegan más extranjeros a Uruguay. Los que se quedan aprecian y disfrutan una ciudad extensa y poco poblada (1,4 millones), llena de barrios-jardín, con más casas que edificios y un patrimonio histórico mal conservado, pero de una irresistible belleza decadente. También valoran la amabilidad y tranquilidad de la gente, esos camareros que tardan 20 minutos en traerte un café y otros 20 en cobrártelo, obligándote a no hacer nada 40 minutos al día. Y, sobre todo, Montevideo te enseña a comprar menos cosas y a disfrutar de lugares como la rambla, un paseo marítimo de 24 kilómetros a lo largo de las aguas cambiantes del río de la Plata, donde se hacen reuniones, se improvisan partidos de fútbol o se pueden instalar sillas de plástico para mirar pasar los barcos que llegan al puerto”.

Y por último: el que una vez entró a Montevideo por el puerto fue nada menos que Cees Nooteboom, el prestigioso escritor y viajero holandés autor de celebrados libros como El desvío a Santiago, Hotel Nómada y El enigma de la luz, por citar apenas tres. Sus impresiones sobre la capital uruguaya aparecen recogidas en El azar y el destino, uno de cuyos capítulos se titula Vía el Cabo de Hornos a Montevideo. Allí se lee:

“Este será un día extraño, porque Montevideo es una ciudad extraña. Juan Carlos Onetti, uno de los escritores que más admiro, era oriundo de esta ciudad (…) Así que mientras paseo por aquí me siento casi físicamente en su amargo universo. No es difícil, la ciudad proporciona suficiente materia: barrios degradados, antiguos cafés con periódicos llenos de noticias políticas y crímenes, nombres de un juego de mesa que desconozco, un cuadro de cerámica en que se representa a los héroes de la lucha por la independencia de 1825, señoras mayores sentadas bajo los plátanos de sombra, angostas calles de edificios coloniales con fachadas de pintura desconchada, y, entre esos edificios, pequeños espacios de tierra de nadie. Y luego, otra vez, frente a un banco ubicado en un pomposo edificio de poderosas columnas, veo a un hombre que busca latas vacías hurgando en las bolsas de basura acompañado de su carrito tirado por un caballo. Esta no es una ciudad para verla en un solo día, aquí hay que quedarse un tiempo. Podría escribir una extraña historia sobre tantas cosas: el Mercado del Puerto, los instrumentos antiguos, los gramófonos de otra época, las miles de tazas de mate, las pequeñas orquestas que se mueven por entre los puestos del mercado, las últimas cristalerías de la abuela, un perro de porcelana, un libro con héroes nacionales, la vida de Bolívar, y tantos otros objetos cubiertos de polvo, un polvo viejo. Veo los restos de una antigua muralla y la catedral. Luego otro de esos altos bloques de apartamentos de cristal que dan miedo y en cuya fachada sobresalen los aparatos de aire acondicionado como pústulas triangulares. De la fachada del clásico Teatro Solís cuelga un gran retrato de Onetti con su sombrero stetson y unas gafas de culo de botella de gruesa montura negra (…) En mi anterior visita de 2005 esa fotografía no existía aún. No la vi hasta más adelante (…) La imagen acompañaba un artículo de Juan Cruz en El País en el que cuenta que entró a un café polvoriento de Montevideo, cuyo nombre no menciona. Quién sabe, a lo mejor he estado yo hoy en ese mismo café. Un hombre lavaba unas copas muy lentamente, y, sin levantar la vista, dijo: ‘está cerrado’. ‘¿Desde cuándo?’, preguntó Juan Cruz. ‘Desde hace un siglo’, fue la respuesta. Y con eso ya se hace uno uno idea de lo que es esta ciudad.

En una librería pregunté dónde está enterrado Onetti. ‘En el Cementerio Central’. Podría haber caído en la cuenta de que no era cierto, porque Onetti murió en Madrid. Pero como esas cosas nunca se saben a ciencia cierta, me acerqué al cementerio y en menos de cinco minutos me vi inmerso en el siglo XIX. Había estatuas envueltas en las prendas de piedra de Balzac y Flaubert, viudos dolientes junto al cadáver de sus esposas ya también convertidas en piedra, un obispo con mitra sobre un tálamo elevado, la superficie marmórea de la tumba de Luis Batlle Berres (1897-1964), quien debió de ser un hombre poderoso, porque yace con los pies en dirección a la verja que separa el cementerio del río. A esa tumba le pertenece una cripta. La muerte por esos lares requiere los servicios de un buen gestor, porque interviene una ingente cantidad de propiedad inmobiliaria: capillas, palacetes, criptas. Durante un buen rato me quedo observando el ancho río. Quizá aún consiga encontrar en su orilla la imaginaria ciudad de Onetti con todas sus intrigas y sus crueles secretos”.

Foto: Greta Schölderle Moller / Unsplash

Foto: Greta Schölderle Moller / Unsplash