UN VIAJE DE REYES
De Milán a Bologna, pasando por Florencia, esta crónica evoca varios encuentros con Melchor, Gaspar y Baltasar. De paso, recuerda que la aventura del arte es un viaje en sí mismo, y que una cabalgata por museos e iglesias puede ser mucho más ilustrativa, estimulante y amena de lo que imaginamos.
No recuerdo cuándo ni dónde habré visto por primera vez una Adoración de los Reyes Magos. Mi memoria evoca puntualmente, eso sí, los créditos de El sacrificio (la imprescindible película de Andrei Tarkovsky), sobre el cuadro que les dedicó Leonardo, recorrido morosamente por la cámara del director ruso y con música de Bach de fondo; aunque para ser sincero, el brutal impacto que produjo en mi alma de cinéfilo aquella película no fue suficiente para que me interesara profundamente en el asunto por un buen tiempo.
Muchos años más tarde (décadas después, una vida después), una helada pero luminosa mañana de invierno, A. y yo nos encontramos festejando Reyes en Milán, mientras la ciudad se preparaba para celebrar la Epifanía con el cortejo alegórico musical de cada 6 de enero: un simpático desfile en el que los reyes magos, acompañados de orquesta y de unos cuantos figurantes, salen en procesión desde la plaza del Duomo hasta las columnas de San Lorenzo. Habíamos consagrado la mañana al delirio gótico de la catedral, incluyendo sus fascinantes techos; habíamos almorzado acodados al venerable mostrador de la Pasticceria Marchesi, y hasta le habíamos presentado nuestros respetos (póstumos) al profesor Umberto Eco a las puertas de su fabuloso apartamento en el número 13 de Piazza Castello.
Después, resolvimos dedicar parte de la tarde a la Pinacoteca de Brera, donde inspirados por otro maestro (el holandés Cees Nooteboom: lean El enigma de la luz y entenderán lo que digo), recordamos que no hay nada como los temas trillados y los lugares comunes para desafiar el talento y la imaginación de un gran artista. De modo que, haciéndole honor a la fecha, acordamos que nuestra gira por los museos incluiría, a partir de ese momento, una atenta comparación de todas las adoraciones de los reyes con que nos topáramos en adelante.
Esa tarde, allí mismo, el plato fuerte corrió por cuenta de Stefano da Verona, con un temple sobre madera, fechado en 1434, que los críticos valoran por la riqueza de los dorados y otros detalles típicos del gótico internacional. La composición de esta Adoración de los Magos es clásica, con los tres reyes representando las tres edades del hombre, otro tema recurrente en la historia del arte: Melchor, el mayor, aparece arrodillado y ya despojado de su corona; Baltasar, el rey maduro, aparece a medio camino, algo encorvado y en el acto de quitársela; mientras Gaspar, el más joven, todavía está de pie. Hay perros y caballos en el cortejo, lo que nos recuerda que el protagonismo excluyente de los camellos es una licencia posterior; y desde tártaros hasta moros varios pueblos aparecen representados en el cuadro, al parecer como señal de que el mundo entero estaba llamado a seguir al niño Jesús recién nacido; cuya inmortalidad está simbolizada en el cuadro, dicho sea de paso, por el pavo real que se impone por encima de María, José y Ana.
La siguiente escala tuvo lugar en Florencia, en cuya célebre Galería de los Uffizi nos topamos con dos ejemplos notables: primero, el retablo de Gentile da Fabriano (1423), que fue diseñado para la capilla de la familia Strozzi, se impone por su gran tamaño y, seguramente, inspiró la adoración de Stefano da Verona. La escena central, con los reyes ricamente ataviados y siempre representado las tres edades del hombre, se roba la atención; aunque el cuadro se completa, en la parte inferior del retablo, con pequeñas representaciones de la Natividad, la huída a Egipto y la presentación en el templo. A continuación, el temple sobre tabla que firmó el mismísimo Botticelli en 1475. Aquí no sólo hay un cambio de perspectiva, sino también de intención: el relato bíblico empieza a contaminarse abiertamente de la realidad política, y los reyes son retratados como los poderosos de la Tierra. En este caso, naturalmente, los Medici. Seguidos por una corte principesca, el viejo Cosme y sus hijos Pedro y Juan ocupan el lugar de Melchor, Gaspar y Baltasar. Dato curioso y revelador, el cuadro no fue encargado por ellos sino por un particular para su tumba, gracioso recordatorio de que en todas las épocas y latitudes ha habido gente más realista que el rey.
En la misma Florencia, el asunto alcanza su apoteosis en la Capilla de los Reyes Magos del Palazzo Medici-Riccardi, donde Benozzo Gozzoli dedicó casi tres años de su vida (entre 1459 y 1461) a completar los fabulosos frescos que decoran sus paredes. En uno, Lorenzo de Medici encarna a Gaspar, el rey joven que, vestido de blanco, abre el cortejo incienso en mano; en otro, Baltasar aparece representado por el emperador bizantino Juan VIII Paleólogo, que llega de África y trae la mirra; en el tercero, José de Constantinopla encarna al veterano Melchor, que llega con el oro representando a Europa y al sol poniente. Como queda claro, el conjunto incorpora otra idea recurrente: la de los reyes magos representando las tres razas conocidas en la Edad Media.
Dicen los entendidos que una de las Adoraciones más extraordinarias es la que pintó Ghirlandaio entre 1485 y 1488: una imponente tabla con tempera y óleo, enriquecida con lapislázuli y oro, con la que nos topamos en el Hospital de los Inocentes, siempre en Florencia. Una composición piramidal (ahora con la madonna ocupando el centro de la escena), con un paisaje singular de fondo, los huérfanos a cargo del hospital en primer plano y los retratos semi ocultos del pintor y del propio comitente, Francesco di Giovanni Tesori.
Pero con permiso del genio de Ghirlandaio y de los historiadores del arte, en materia de adoraciones yo le debo al mucho menos conocido Giovanni da Módena (y de nuevo a Eco, sin cuyo auxilio no hubiera llegado hasta él) el más grato regalo que los reyes magos nos depararan durante ese viaje por Italia. Ahora estamos en Bolonia, el rojo y sabroso corazón de Emilia Romagna. Cada noche, al cabo de agotadoras jornadas trillando los pasillos de la universidad más vieja de Europa, trepando a sus torres medievales, escalando a sus santuarios, hurgando en sus mercados… por cansado que estuviera yo dedicaba unos minutos, antes de dormirme, a hojear la edición italiana de la Historia de la Belleza y la Historia de la Fealdad que había comprado para llevar a casa como recuerdo de la ciudad donde el genio de la semiótica había dictado cátedra. Y sabía que el infalible Eco tendría alguna sugerencia de último momento para sumar a nuestra lista de lugares a visitar.
Así fue: tentados por ver con nuestros propios ojos el fresco del Juicio Universal pintado por Da Módena, una mañana muy temprano dirigimos nuestros pasos a la Capilla Bolognini de la Basílica de San Petronio. Después de quedar boquiabiertos un buen rato con esa representación dantesca del paraíso y del infierno, con su Lucifer gigante, sus pecados capitales y su Mahoma torturado (en 2002 un grupo de extremistas islámicos ofendidos planeó volar la iglesia por los aires con tal de que el fresco desapareciera), giramos nuestras cabezas y nos topamos, en la pared de enfrente, con una inesperada y deslumbrante Historia de los Reyes Magos, retratada por el mismo pintor en ocho cuadros. En la primera escena los reyes se preparan para partir, guiados por la estrella; en el segundo cuadro se topan con el obstáculo de un río crecido; luego aparece la estrella guía, señalada con estupor por los hombres que acompañan el cortejo; de inmediato se retrata el encuentro con Herodes, en principio cálidamente bienvenido por Melchor; luego se reúnen en el templo; en la sexta escena montan a caballo para partir; y en la séptima llegan por fin donde el niño Jesús, a besarle los pies y ofrecerle los regalos. Pero lo que hace única a esta obra es el último cuadro, que remata el cuento, más o menos conocido, con la imagen del regreso de los reyes magos por mar, de Jaffa a Tarsis, para evitar otro encuentro con Herodes. La escena es muy poco común en la historia del arte: hay un mosaico que la representa en la cúpula del Baptisterio de Florencia, otra imagen en la Catedral de Amiens y, hasta donde he podido saber, no mucho más.
Naturalmente, no todo lo que les cuento aquí lo aprendí parado frente a un cuadro, o de pie frente a los frescos que adornan la capilla de una iglesia. La aventura del arte siempre es un viaje dentro del viaje, una ventana que se abre a otra ventana, un desafiante periplo que aunque recordemos dónde empieza no imaginamos dónde termina. De modo que de regreso, ya en casa, el viaje de los Reyes Magos me siguió fascinando. Y seguí aprendiendo. Aprendí que la historia hunde raíces en el Nuevo Testamento, más precisamente en el Evangelio de Mateo, donde para más datos los tres reyes magos todavía no son ni tres, ni reyes, ni magos. Los teólogos y los filólogos discuten distintas interpretaciones y traducciones, pero parece haber acuerdo en que lo más aproximado sería considerarlos sabios persas, o babilonios, eventualmente sacerdotes, seguramente muy buenos en las artes de leer los mensajes del cielo, poder en el que residiría su magia. Por su época y procedencia, los historiadores estiman que pudieron haber leído las escrituras hebreas que pronosticaban el nacimiento de un mesías. En cuanto al número, recién en el siglo V la Iglesia Católica, durante el papado de León I, definió que los reyes fueran tres, probablemente en correspondencia con los regalos que traían consigo: oro, en referencia a la naturaleza real de Jesús; incienso, en alusión a su naturaleza divina; y mirra, que por entonces se usaba como ungüento para los cadáveres, como señal de su condición de mortal. Otras iglesias, como la Armenia y la Ortodoxa Siria, prefieren el número de 12, en consonancia con los apóstoles y las tribus de Israel.
En cuanto a sus nombres, que aparecen por primera vez hacia mediados del siglo VI en unos mosaicos de la iglesia de San Apolinar Nuevo, en Rávena, Melchor, Gaspar y Baltasar serían equivalentes de los nombres griegos Appellicon, Amerín y Damascón, y de los hebreos a Magalath, Serakin y Galgalath.
Y algo más: contra lo que un lego como uno podría suponer, la historia de los reyes magos se ha seguido revisando a lo largo del tiempo. Sin ir más lejos, en el nada lejano 2012 el entonces papa Benedicto XVI sugirió, en su libro La infancia de Jesús, que el sitio natal de estos tres sabios pudo no ser Oriente sino Tartessos, como se conoció en la época al extremo occidental del mundo, una zona del mapa que hoy se corresponde a Andalucía. Y que en el portal de Belén, para más datos, no había ni buey ni mula. Afortunadamente, hay relato y reyes para rato. A dios gracias.