EN ROMA CON FELLINI
Se cumplen cien años del nacimiento de Federico Fellini, el genial e inimitable cineasta italiano. Para celebrarlos viajando, esta crónica recorre algunos sitios de Roma donde es posible evocarlo hoy y se detiene en la fascinante Cinecittà, que de alguna forma fue su verdadera casa.
Por muy preparado que uno viaje, no es fácil seguirle el tren a Fellini en Roma: a la vuelta de Piazza Navona, el Antico Caffé della Pace que tanto frecuentaba, no existe más; el Canova de Piazza del Popolo, donde tomaba café y charlaba con sus amigos, suele estar atestado de turistas demasiado interesados en las vidrieras de la Via del Babuino y no resulta demasiado inspirador; y como se sabe, es (casi) imposible, incluso avanzada la madrugada, encontrar la Fontana di Trevi tan disponible como la tuvieron Marcello Mastroianni y Anita Ekberg en La dolce vita.
Hay algunos consuelos, en cambio: uno puede detenerse frente a la placa que recuerda a Federico y a su amada Giulietta Masina a las puertas del 110 de la recoleta Via Margutta, donde vivieron los últimos años de sus vidas, y respirar, de paso, la atmósfera de una de las calles más singulares del mundo; uno puede trillar Via Veneto, que a pesar de los pesares mantiene el encanto de sus curvas arboladas, detenerse por un trago en el Harry’s Bar, que se las ingenia para seguir destilando el sabor de una época (el Doney Café está casi irreconocible, el Café de París cerrado); y uno puede asomarse, allí mismo, al umbral del hotel Westin Excelsior, donde Marcello y Robert se iban a las manos por Sylvia entre una nube de paparazzi. Siempre en blanco y negro, claro.
Uno puede, también, evocar Las noches de Cabiria en las Termas de Caracalla o en el fascinante Jardín de los Naranjos, que cuelga sobre el Tíber en lo alto del Aventino; o dedicar un día a pasear por la Zona EUR (un barrio que parece todo él salido de un sueño felliniano, ya que estamos), y reparar sobre todo en el Palazzo dei Congressi (que oficia de hospital en La dolce vita) y en el Palazzo della Civilitá del Lavoro, ese “Colosseo Quadrato”, hoy en manos de Fendi, que el genial director también coló en aquella película y en Boccaccio 70.
Sin embargo, el plato fuerte para cinéfilos y fetichistas interesados en Fellini lo sirve Cinecittà, esa fabulosa fábrica de sueños, esa “Hollywood sul Tevere” que, casi a las afueras de Roma pero al alcance de un viaje en metro, ofrece muestras permanentes y visitas guiadas que son un verdadero banquete para los amantes del séptimo arte.
Inaugurada en 1937 a impulsos de Benito Mussolini, la California italiana consagrada a la ficción siempre estuvo muy atada a la realidad histórica: por decir apenas algo, en épocas de la Segunda Guerra Mundial la ocuparon los nazis primero y los aliados después. Despliega casi 600 mil metros cuadrados en la Via Tuscolana, y en sus 21 estudios (numerados del 1 al 22, falta el 17), se filmaron más de tres mil películas. Mil quinientos obreros tardaron algo más de un año en construirla, y alberga un total de 73 edificios, rodeados de casi 700 árboles, pinos en su gran mayoría.
Fellini trabajó en Cinecittà por más de 20 años, rodando allí buena parte de sus películas más importantes. Hizo del célebre Estudio 5, uno de los más grandes de Europa, algo así como su propia casa. Al punto que, en 1993, cuando murió, allí mismo se montó su capilla ardiente.
Para Federico, Cinecittà era “el lugar ideal: el vacío cósmico previo al Big Bang”. Convencido de que el cine era la mejor manera de competir con Dios, reprodujo en esos estudios hasta lo inimaginable, incluyendo el mar. Para sus producciones más ambiciosas, llegó a ocupar hasta nueve estudios al mismo tiempo. Levantó el entrañable cine Fulgor de su Rímini natal para Amarcord, hizo construir un enorme túnel para Roma, recreó la cúpula de San Pedro y tramos enteros de Via Veneto para La dolce vita… en pocas palabras, Fellini materializó todos sus sueños en ese lugar.
Las visitas guiadas a Cinecittà (que se ofrecen todos los días a excepción de los martes, en italiano y en inglés) no se agotan en Fellini, cabe aclarar. El la Palazzina Presidenziale hay una muestra permanente, recientemente rebautizada como Girando a Cinecittà, que es una cabalgata deliciosamente ilustrada para recorrer a vuelo de pájaro la vasta producción de esos estudios y homenajear a actores, actrices, directores y distintas épocas del cine. El paseo se prolonga con una recorrida al aire libre por distintos sets de filmación, en la que el visitante podrá toparse, según la suerte con que corra, con el Foro Romano tal y como lo quiso HBO para su serie Roma (también lo usaron para Los Borgia y hasta para avisos publicitarios de Victoria Secret), con el Templo de Jerusalén, con la Manhattan que Martin Scorsese mandó a levantar para el rodaje de Pandillas de New York o con una plaza medioeval italiana lista para ser, según los requerimientos de turno y los detalles del quita y pon en los que allí son expertos, Asís, Siena, Verona o Florencia… vaya uno a saber.
Pero hay otras sorpresas reservadas para los adictos a Fellini: desde la pequeña sala de proyección donde asistía a los estrenos privados de sus películas, hasta un espacio de aires oníricos que atesora piezas de vestuario de un par de películas y la más variada memorabilia, incluyendo algunas de las fascinantes ilustraciones que luego integrarían Il libro dei sogni: los dibujos que Fellini le llevaba a su sicólogo para analizar juntos sus sueños.
Ernst Bernhard, que así se llamaba el analista, había sido discípulo de Carl Jung. Y durante casi cinco años, entre 1960 y 1965, atendió a Federico en su consultorio del número 12 de la Via Gregoriana. Pensándolo bien, tal vez habría que que sumar esa dirección a la ruta romana de este italiano inmortal obsesionado con las tetas y los culos, este monstruo sagrado del cine, este genio que fue capaz de plasmar los sueños en la pantalla grande e incubar 8 y 1/2 luego de una crisis creativa en Cinecittà.