LOS COLORES DEL PARAÍSO

Mientras los asuntos de género y otras derivaciones de lo políticamente correcto ponen en tela de juicio la obra de Paul Gauguin, cuestionado en estos días por ciertas aristas de su vida personal, esta crónica viajera evoca encuentros con su arte en París, en Nueva York… y sin salir de casa (*)

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Viajar es, también, seguirle la pista a un artista para que amplíe nuestra visión del mundo. Y crecer con él. La primera vez que estuve en París fui al encuentro de Paul Gauguin de una manera bastante pueril. Apenas entré al Musée d’Orsay cerré los ojos y le pedí a mi novia que me guiara hasta sus cuadros. En aquella vieja estación de trenes devenida museo las tentaciones eran múltiples (empezando por la belleza del propio edificio de Victor Laloux, presidida puertas adentro por su monumental reloj barroco), y yo no quería que nada contaminara mi visión antes de toparme con aquellas mujeres tahitianas con las que había soñado tanto tiempo.

Tenía 22 escasos años y una obsesión bastante infundada por Gauguin. Todo cuanto había visto de él eran reproducciones de pésima calidad. De niño, unos insólitos posavasos que alguien de buena intención y mal gusto había llevado de regalo a mi casa; más tarde, fotografías de libros bastante mediocres; ya alumno universitario, diapositivas proyectadas en unas apretadas clases de historia del arte que nos hacían viajar, en apenas un semestre, de la Edad Media al postimpresionismo. 

Tampoco era mucho lo que sabía acerca de la importancia y el significado de su obra pictórica, excepto por un par de conceptos que me habían quedado grabados después de algunas lecturas superficiales como estudiante. Por ejemplo, que las mujeres de Gauguin, junto con las de Matisse y las de Picasso, habían abierto las puertas al arte moderno; porque los viajes a los Mares del Sur del primero, el orientalismo del segundo y la pasión africana del tercero, simbolizaban la ruptura con la tradición artística occidental. También recordaba que Gauguin había impuesto los colores planos, conducido al impresionismo hacia el simbolismo, y que en su biografía había algo del loco o el salvaje capaz de abandonar las comodidades de la Europa burguesa en busca de aventuras exóticas en paisajes lejanos. No mucho más.

En fin, era casi un completo ignorante en la materia. Pero Gauguin me encantaba, y por fin estaba en París a punto de conocerlo. Un joven uruguayo, delante de un legendario artista francés, cuyas escenas tahitianas colgaban en un museo parisino recién diseñado por una arquitecta italiana. ¡Qué festín! Hay que recordar, para que nadie crea que exagero, que todavía eran los años ‘80. No teníamos internet, ni la farsa de la gastronomía elevada a la categoría de arte se había globalizado; de modo que la obsesión de los viajeros de entonces no era, como ahora, acumular restaurantes a la moda sino visitar museos, alimentar el alma.

Abrí los ojos y allí estaban: dos mujeres tahitianas tendidas en la playa, eternizadas en un lienzo que, como suele suceder cuando uno ha fantaseado largo tiempo con un cuadro, de pronto se te antoja más pequeño de lo deseado. Pero los colores de Gauguin se impusieron a cualquier otra consideración y alegraron de inmediato aquella gris mañana parisina. 

Vimos otras cuantas obras, por cierto, y no solo suyas. Anoté en mi cuaderno la impresión que me produjo Van Gogh y, muy petulante, también escribí que los pasteles de Toulouse Lautrec me parecían mejores que sus pinturas. Sin embargo, lo más importante de aquel primer encuentro en vivo con el postimpresionismo era que el querido Paul no me había decepcionado ni una pizca.

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Poco después, en el verano austral de 1990, llegó a mis manos Escritos salvajes, una antología de cartas y otros textos del célebre pintor. Y como la literatura también es una forma de viajar, sin moverme de casa aprendí muchas cosas que no sabía de mi admirado (y otra vez lejano) Gauguin, que en esos escritos desgrana reflexiones filosóficas sobre el arte, establece riquísimas comparaciones entre la pintura y la música, y hasta ofrece pistas sobre sus múltiples fuentes de inspiración: los coloridos ventanales de las iglesias góticas a través de los cuales se filtra la luz, las estampas japonesas en las que la vida transcurre al aire libre y al sol pero sin sombras, los tapices persas que constituyen un verdadero diccionario del color, esa lengua del ojo que escucha. En esas páginas Gauguin también se rebela contra el academicismo Beaux Arts de su época y hasta ensaya algunas explicaciones sobre aquellas pinturas de la primera etapa tahitiana, para refutar las espantadas críticas que habían recibido en París cuando las expuso en la galería Durand Ruel.

¡Esta gente no entiende nada! ¿Acaso es demasiado simple para los parisinos, tan agudos y refinados?

La isla es una montaña que se destaca por encima del horizonte del mar, rodeada de una franja estrecha de tierra sobre el coral. Información geográfica. La sombra que sale del gran árbol adosado a la montaña, del gran árbol que esconde el enorme antro, es espesa; también es espesa la profundidad de los bosques.

Todo intento de perspectiva, de alejamiento, sería un contrasentido; si quería sugerir una naturaleza lujuriosa y desordenada, un sol tropical que lo abrasa todo a su alrededor, tenía que proporcionar a mis personajes un marco adecuado.

Es una vida al aire libre, pero íntima al mismo tiempo, en las espesuras, en los riachuelos umbríos, estas mujeres murmurando en un inmenso palacio decorado por la propia naturaleza, con todas las riquezas que Tahití contiene. De ahí todos estos colores fabulosos, este aire abrasado, pero tamizado, silencioso.

Pero los Escritos salvajes de Gauguin van más acá y más allá de su obra artística. En cartas a Mette, su mujer danesa, se evidencia cuán atormentado llegó a vivir por las penurias económicas. En epístolas con amigos, así como en el capítulo autobiográfico titulado Antes y después, se revelan varios aspectos de su relación con Vincent Van Gogh. En el cuaderno para su hija Aline se descubren sorprendentes puntos de vista sobre su pensamiento político. Y en el relato sugestivamente perfumado con el nombre de Noa Noa, que bien puede ser leído como el diario de un viaje iniciático, nos presenta a Titi, su primera mujer tahitiana; narra su ambigua relación con un joven maorí, insinuando una latente bisexualidad, y luego nos deja saber cómo conoció a Tahamana, su segunda mujer.

Sobre todas las páginas de esos Escritos salvajes flota una obsesión por la fuga: Bretaña, Panamá (por entonces tierra colombiana), Martinica, Madagascar, Tahití, las Islas Marquesas… En fin, cada vez más lejos, persiguiendo siempre la utopía del paraíso.

Quizás llegue el día (y tal vez sea pronto) en que desapareceré en los bosques de alguna isla de Oceanía; allí viviré de éxtasis, de calma y de arte. Rodeado de una nueva familia, lejos de esta lucha europea por el dinero. En Tahití, en el silencio de las noches tropicales, podré escuchar la dulce música murmuradora de los movimientos de mi corazón, en dulce armonía con los seres misteriosos que me rodean. Finalmente libre, sin problemas de dinero, podré amar, cantar y morir.

La vida se encargaría de pulverizar la romántica ilusión que tanto desveló al artista: no había un mundo perfecto esperando ahí afuera.

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Su itinerario vital y creativo puede resumirse así: Gauguin nace en París el 7 de junio de 1848, pero poco después se embarca junto a su familia rumbo a Perú. Dado que su padre fallece en plena travesía, el niño Paul se cría en Lima, con su madre y su hermana, en casa del tío abuelo Pío Tristán. Vuelve a Europa en 1855. Pasa unos años en Orleáns y luego regresa a París. Con 17 años se alista en la marina mercante y navega alrededor del mundo. Su madre fallece en 1867, noticia de la que se entera durante una escala en India. 

Hacia 1869 su tutor, Gustave Arosa, fotógrafo y coleccionista de arte, lo inicia en el amor por la pintura. También le presenta a la danesa Mette Gad, con la que se casa en 1873. Para entonces ya se desempeña como corredor de Bolsa, aunque se acrecienta su interés por el arte. Expone por primera vez en 1876. Empieza a coleccionar cuadros y a frecuentar los círculos impresionistas, animado por Camille Pissarro. Tras el crac financiero de 1882 abandona la Bolsa y decide consagrarse por entero a la pintura. Ya es padre de cinco hijos. Deja París y se instala con su familia en Rouen, convencido de que la vida en una capital de provincias sería más llevadera, aunque pronto se vuelve igual de insoportable para él. Al año, Mette y sus hijos se van a Dinamarca. Gauguin se les une en 1884, pero solo soporta siete meses en Copenhague. Desalentado por un medio demasiado conservador, al que no acabó de integrarse nunca, y derrotado otra vez por la mala suerte en los negocios, vuelve a la capital francesa. 

La siguiente escala sería Pont Aven, en Bretaña, donde hacia 1886 su pintura empezaría a dar un giro. Sus paisajes de colores puros y pincelada agresiva se alejan de los postulados impresionistas. Al invierno siguiente vuelve a París, donde su trabajo como ceramista junto a Ernest Chaplet contribuye a otro cambio radical en su labor. Las piezas que crea evocan el arte precolombino del Nuevo Mundo, y los modelos de sus telas son ahora objetos peruanos y orientales. En busca de nuevos horizontes parte a Panamá con su amigo y colega Charles Laval. La experiencia lo decepciona, de modo que viaja a Martinica. Los cuadros que pinta allí preanuncian lo que terminará por cobrar forma en Tahití. Cae enfermo de disentería y paludismo y se queda sin dinero.

Vuelta a París, donde los hermanos Theo y Vincent Van Gogh lo animan a exhibir parte de su trabajo reciente. Regresa a Pont Aven, para recuperar fuerzas y volver a evolucionar artísticamente junto a Émile Bernard. Pinta su famoso cuadro La visión después del sermón, que evidencia su giro hacia el sintetismo: sus colores se vuelven más esenciales y las perspectivas se distorsionan. Después, una conflictiva estadía en la Provence, bruscamente interrumpida por el rapto de locura de su amigo Vincent Van Gogh, que allí le había sugerido la idea del Atelier du Midi, semilla del Atelier de los Trópicos que Gauguin concretaría más adelante en la Polinesia. De Arlés a París, donde capitaneará la exposición en el Café Volpini que formaliza la reacción contra el impresionismo. Vuelve a Pont Aven y pinta varios cuadros de temática religiosa, como El Cristo amarillo, Cristo en el huerto de los olivos, El Cristo verde y el Autorretrato con Cristo amarillo. Eterno inconformista, sigue soñando con un mundo mejor, de modo que remata toda su obra en el Hotel Drouot, se despide de su familia en Dinamarca y parte a Tahití en 1891. 

A poco de llegar, Papeete le sienta demasiado europeizada, así que se muda a Mataiea, donde vive y produce en relativa paz durante un par de años. De esa primera época datan obras célebres como Vahine no te tiare (La mujer de la flor), Manao Tupapau (que ha sido traducido como Ella cree en fantasmas, El espíritu de los muertos o El demonio vigila a la niña) y Pape Moe (Aguas misteriosas). Vuelve a Europa. Fracasa en París, donde sus cuadros no encuentran la acogida que esperaba, y terminan por angustiarlo la muerte de su amigo Charles Laval y el abandono de Annah, su nueva amante malaya. 

Regresa a la Bretaña sin mayor éxito y vuelve a cruzar el mundo para instalarse por segunda vez en la Polinesia. Primero en Tahití, donde pinta ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, considerado su testamento pictórico. Deprimido y muy enfermo, intenta suicidarse. Luego se muda a Atuana, en Hiva Oa, una de las islas Marquesas, donde construye su Casa de la Alegría y pasa sus últimos dos años. Atraviesa un período creativo bastante fértil, pero pronto vuelven los problemas. Se enfrenta a las autoridades políticas por un tema de impuestos y a las religiosas por cuestiones culturales. Vuelve a enfermarse. Perseguido por la Justicia, es condenado a pagar una multa y a pasar unos meses en prisión, pero muere el 8 de mayo de 1903. Contra su voluntad, es enterrado en el cementerio católico. No encontró el paraíso.

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Después del bautismo parisino, mis siguientes encuentros con Gauguin tuvieron lugar en Nueva York, en distintas ocasiones y de manera bastante furtiva. Una tarde de otoño, alguna diosa tahitiana de pose egipcia e inspiración javanesa puso el toque de exotismo en medio de la jungla de rascacielos de Manhattan, durante una incursión solitaria por el Museo de Arte Moderno, al que había llegado en busca de otra cosa. Años después, durante un helado diciembre, sus mujeres semidesnudas, ofrendas en mano, me devolvieron los colores del paraíso en el templo neoclásico del Metropolitan, mientras nevaba sobre el Central Park.

De nuevo en casa, corrí a una librería cuando promediando 2003 Mario Vargas Llosa publicó El paraíso en la otra esquina, la novela en que el escritor peruano recrea las historias de su compatriota Flora Tristán, la combativa feminista del siglo XIX, y de su nieto francés, Paul Gauguin. 

Sumergirme en esas páginas fue otro viaje, tan placentero como el de enfrentarse a un gran cuadro. Esta vez, el aliento creativo del novelista llenaba de humanidad a un personaje al que toda biografía mantenía algo distante, proponiendo en cambio un Gauguin descarnado, visceral, héroe y antihéroe al mismo tiempo. Un europeo que con 43 inviernos a sus espaldas llega a los Mares del Sur dispuesto a enterrar el infierno. Un burgués que empieza a tornarse salvaje en Panamá y Martinica, donde al tiempo que descubre nuevos colores se entrega a las audacias sexuales que su fría mujer danesa, siempre enfundada en largos camisones, jamás le habría tolerado (y que le costarían la sífilis que lo torturaría por el resto de su existencia). Un hombre apasionado que sodomiza a su amante adolescente después de haberle pegado el susto de su vida en la oscura noche de Tahití. Un varón sensible que por una vez quiere ser mujer y se permite el placer del sexo con un joven leñador. Un artista cabal capaz de asociar literatura y pintura citando el misterio de Edgard Allan Poe en un bellísimo y triste retrato llamado Nevermore. Un niño que atesora algunos recuerdos felices de su infancia en Lima y un adulto al que la enfermedad es capaz de postrar en la cama una y otra vez, haciéndolo aullar de dolor.

Gracias a la literatura, Gauguin se tornaba más aprehensible. Y curiosamente, la mentira que comporta una novela lo hacía más verdadero. Desde entonces, y como debe haberle sucedido a todos los lectores, para mí Koke se parece más a un viejo conocido que a un admirado pero lejano artista.

Pero faltaba otro encuentro. Porque a finales de ese mismo año, otro gélido diciembre en el hemisferio norte, ahora el de París, las vueltas de la vida me sumaron a la larga cola de personas que esperaba su turno al frío para asistir a El atelier de los trópicos, una monumental retrospectiva de Gauguin que prometía elevar la temperatura puertas adentro del Grand Palais. Casi 15 años después de aquella primera incursión al Orsay, otra vez París, otra vez Gauguin. Pero ahora servido en banquete.

Porque allí estaba todo cuanto uno quisiera ver. Y más. Cuadros llegados desde Nueva York, Copenhague, Madrid, Moscú, Londres, Stuttgart. Estampas de Francia bendecidas por sus mujeres bretonas y paisajes de la Polinesia alegrados por sus tahitianas de piernas fuertes y anchas espaldas. La aterrorizada Tahamana de Manao Tupapau, sorprendida en medio de la noche, a la que gracias a Vargas Llosa no pude sino imaginar a punto de ser tomada a la fuerza por Gauguin. El joven mahorí fotografiado por Georges Spitz en el que Paul se inspiró para pintar Aguas misteriosas luego de su aventura con aquel leñador que lo guió por el bosque y le permitió descubrir que en el fondo de su corazón anidaba una mujer. Ídolos, vasijas y otros objetos tallados por las propias manos del artista. Las notas en pluma sobre papel para Noa Noa, pero también las deliciosas acuarelas y los grabados que ilustraron algunas ediciones. El delicado cuaderno para su hija Aline, y Oviri, la brutal cerámica que el Salón de la Sociedad Nacional de Bellas Artes le rechazó en 1895. Dibujos de sus últimos años en las Marquesas, incluyendo los que realizó para L’Esprit moderne et le catholicisme. Un dintel, montantes y plintos de La Casa de la Alegría que los vecinos de Atuana le ayudaron a construir. Y por supuesto, el monumental ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, llegado desde Boston para redondear el universo Gauguin. Y para dejarnos mudos.

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Las dos esquinas de la parte superior son amarillo cromo, con la inscripción a la izquierda y mi firma a la derecha, como un fresco estropeado por los lados y aplicado sobre una pared de oro. En la derecha, en la parte inferior, hay un niño dormido y tres mujeres en cuclillas. Dos figuras vestidas de púrpura se confían sus reflexiones; una figura voluntariamente enorme a pesar de la perspectiva, en cuclillas, levanta los brazos al aire y observa, asombrada, a estos dos personajes que se atreven a pensar en su destino. Una figura situada en el centro está tomando un fruto. Hay dos gatos cerca de un niño. Una cabra blanca. El ídolo, con los dos brazos levantados misteriosamente y con ritmo, parece indicar el más allá. La figura en cuclillas parece que esté escuchando al ídolo; finalmente, una vieja cercana a la muerte parece aceptarla, resignarse (…); a sus pies hay un extraño pájaro blanco que tiene una lagartija en una pata, que representa la inutilidad de las palabras vanas. La escena se desarrolla a orillas de un riachuelo, bajo los árboles. En el fondo, el mar, y luego las montañas de la isla vecina. A pesar de los cambios de tono, el paisaje es constantemente, de un extremo al otro, azul y verde Veronés. Todas las figuras desnudas se destacan en un naranja atrevido. Si a los alumnos de Beaux Arts que se presentan al concurso de Roma se les dijera: el cuadro que tienen que hacer representará ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿Adónde vamos?, ¿qué harían? He acabado una obra filosófica sobre este tema comparado con el Evangelio; creo que está bien; si tengo fuerzas para copiarlo, se lo enviaré.

Gauguin fue tan genial que pintó las preguntas que afligen a todos los seres humanos en un cuadro que relata el viaje de nuestra existencia y evoca el paraíso que nunca encontramos en la Tierra. 

Aquella tarde en el Grand Palais fue memorable. A la salida hubiera sido perfecto ir a escuchar Les Marquises a un sótano de Saint Germain des Prés, pero dado que ya estábamos en las vísperas de 2004 y Jacques Brel nos había abandonado hacía un cuarto de siglo, tuve que conformarme con un concierto del ensamble Las voces del Neva, que esa nochecita desgranaba kolyadkis, coros litúrgicos y otros cantos tradicionales rusos en la iglesia Saint Louis en l’ Île. 

No estuvo nada mal, por cierto. Pero mientras las perfectas y frías voces llegadas de San Petersburgo retumbaban en el corazón de París, mi corazón y mi mente seguían en el trópico, todavía entibiados por la mano de Paul Gauguin. 

El arte siempre constituye un viaje en sí mismo, pero también es una aventura aparte dentro de los viajes. Te sorprende en un lugar impensado, te propone otro destino, te saca del mundo y al mismo tiempo te lo ensancha. 

Cuando por fin me llegue el día de conocer los Mares del Sur, quizá no tenga el entusiasmo juvenil de aquella mañana parisina en que me topé por vez primera con Gauguin y sus mujeres tahitianas, así que no cometeré la tontería de desembarcar a ciegas. Lo haré con los ojos bien abiertos, para que no se me escape ningún color del paraíso. Otra cosa es segura: tendré más años pero estaré mejor pertrechado, porque el arte y la literatura, esto es, los cuadros que he tenido la fortuna de ver por ahí y las páginas que he leído sin moverme de casa, me habrán anticipado el paisaje. Y me habrán allanado el camino para el disfrute y la comprensión de placeres varios. Como el de viajar, por ejemplo.

(*) Esta crónica fue publicada por primera vez en mi libro Una forma de viajar. Placeres mundanos, que editó Aguilar en 2010.