ENCANTOS RENOVADOS EN CABO FRÍO

Antes de que Bento Ribeiro Dantas invitara a la tímida jet-set de su época a descubrir Buzios, antes de que Brigitte Bardot pusiera esas calas de moda entre los franceses y Ramón Avellaneda las dibujara en el mapa de las obsesiones argentinas, la flor y nata de Rio de Janeiro veraneaba en Cabo Frío, cuyas aguas y arenas perdieron hace rato el glamour de los buenos tiempos pero siguen siendo las más deslumbrantes de todo el litoral carioca. Corrían los años 50 cuando un irónico himno de la alta sociedad, Café  Soçaite (Maria Bethania lo popularizó a fines de los 60), se impuso como un manual de protocolo de la high class: para ser gente bien, decían aquellos versos escritos por Miguel Gustavo, había que chapucear algunas palabras en inglés y francés, tomar whisky, cenar con Maneco Müller, codearse con Dolores Guinle, frecuentar Riverside, la casa que Vicente y Leda Galliez tenían en Petrópolis … y, atención, pescar únicamente en Cabo Frío.

Los indios tupinambá ya habían puesto un pie en esas playas allá por el 1500, pero promediando el siglo XX la élite de Rio se encargó del segundo descubrimiento, que sucedió más o menos así: los poderosos hermanos Da Silveira, propietarios de la fábrica de tejidos Bangú, se enamoraron del lugar y se transformaron en sus embajadores, invitando celebridades a su casa y a su barco, en los que ofrecían fiestas memorables; un poco antes o un poco después el magnate Roberto Marinho jugó a emular a Jacques Cousteau en aquellas aguas turquesas y no hizo falta mucho más para que una troupe de ricos y famosos les siguiera el tren a aquellos pioneros.

Por su lado, la célebre actriz Tônia Carrero y su marido César Thedim pasarían a la historia como los abanderados de la turma bohemia que también se apasionó por el lugar, contagiando el entusiasmo entre actores, escritores y pintores que contribuyeron a ensalzar el aura romántica y artística de Cabo Frío. Ya en los años 60, dos popes de la bossa nova, Roberto Menescal y Ronaldo Bôscoli (también adictos al sol, la sal y la pesca), compusieron un par de hits inspirados en esas playas. Detrás de Garota de Ipanema y de Samba do aviao, O barquinho, uno de esos temas paridos en Cabo Frío, es la tercera canción made in Brazil más grabada en el mundo.

Como cabe imaginar, la historia reciente no es tan encantadora. La especulación inmobiliaria trajo edificios desangelados y un público menos inspirador, el boom de Buzios dejó al padre de la criatura a la sombra, la gente linda se mandó mudar unos kilómetros más al norte y las olas barrieron el poco glamour que restaba.

La buena noticia, ahora, es que el viejo barrio Passagem, que constituye el casco histórico fundacional de Cabo Frío, ha sido recuperado. Hoy se impone como el nuevo polo gastronómico de la ciudad, con un puñado de bares y restaurantes alineados en torno a la placita de Sao Benedito, donde también se alza la iglesia del mismo nombre, que data del 1700. No hay mucho más que un par de manzanas con casas de arquitectura colonial (dicen que en los techos de algunas sobreviven las tejas moldeadas en los muslos de las esclavas embarazadas), calles de piedra que atesoran historias de viejos pescadores y una apacible marina con vistas relajantes. A orillas del canal Itajuru, siempre ventiladas por la brisa, a mano de todo pero lo suficientemente resguardadas de la Cabo Frío vulgarizada de hoy, las calles de Passagem ofrecen el encanto suficiente para justificar no solo una apurada escala sino una estadía con todas las letras. Bien planeados, unos días en esa Cabo Frío pueden suponer, incluso, una alternativa inteligente a la superpoblada y algo globalizada Buzios. Y si hicieran falta más pretextos o anzuelos, conviene saber que el renovado barrio cuenta ahora con un estupendo hotel, Solar do Arco (socio de la reputada Pousada Literaria de Paraty), que ofrece las dosis justas de confort, charme e historia en la esquina más linda de la ciudad.

Levantada en los años 50 por Joao de Orleans y Bragança (para más datos heredero de la familia imperial), la casa que alberga al hotel dispone de una veintena de apartamentos y suites (mejor evitar los que se ubican cruzando la calle y reservar dentro del solar propiamente dicho); una pequeña pero bien atendida piscina, patios y fuentes con un ligero aire de riad marroquí y un acogedor salón-biblioteca en el primer piso. Con un poco de imaginación, el Solar do Arco permite evocar los años dorados de Cabo Frío e imaginar veranos en los que, como cuenta en su libro Ricardo Amaral, aquellos príncipes destronados jugaban a las cartas a la luz de las velas y sin aire acondicionado.

Claro que nadie en su sano juicio querrá ir de compras a la Rua dos Biquinis, claro que el mar de carritos que venden churros rellenos y papas fritas afean buena parte de la costa de la ciudad, claro que para ver las vidrieras de Osklen hay que estirarse hasta Buzios… pero unos días de silencio en Passagem, con las camas del Solar do Arco a dos pasos de las perfectas caipirinhas que sirven en la vereda de Galápagos, todo ello a escasos minutos en auto de las mejores playas del Brasil continental (no hay arenas más blancas ni aguas más transparentes, hagan sus apuestas) y de los imperdibles paseos de barco por la vecina Arraial, pueden reconciliar a cualquiera con la ninguneada Cabo Frío. Y quién sabe, ponerla nuevamente en carrera para recuperar los encantos perdidos.