LLUVIA SERENÍSIMA

Mientras el mundo vuelve a poner sus ojos en Venecia, ahora amenazada por la temida acqua alta, esta crónica retrotrae un viaje perdido en el tiempo pero imborrable en la memoria: el del impacto del primer encuentro con La Serenísima, donde hasta la lluvia parece inventada por los poetas (*).

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Una cortina de agua cae lenta y pesadamente sobre el Gran Canal mientras espero el vaporetto en la plataforma de la estación Sant’Angelo, que se balancea sobre agua en la que cae agua, y tengo la sensación de estar viendo llover por vez primera. 

Escribí esas líneas en Venecia, una noche de otoño de algún año, da lo mismo cuál, porque lo importante ahora es esa revelación que en aquel momento se me antojó conmovedora: una vez que has visto llover en La Serenísima, entiendes que nunca antes habías visto llover.

El agua que cae en otras partes del mundo es un remedo, apenas un fenómeno climatológico al lado de la lluvia veneciana, que se parece menos a una manifestación de la naturaleza que a una obra de arte. ¿O acaso allí no llueve siempre por mandato de poetas, novelistas y cineastas? 

Tuve suerte. Lloviznaba cuando llegué al aeropuerto, y lloviznaba cuando la ciudad gris y rosa fue apareciendo ante mis narices, protegidas dentro de un imposible taxi que surcaba la laguna. Y así fue durante varios días, al menos un par de horas cada vez. Agua tamborileando en las fundas que cubrían las góndolas, agua chorreando en las ventanas de los cafés, agua encerando el suelo de San Marcos, por fin huérfano de palomas y parejas; agua obligando a los mozos a recoger los toldos, agua sonando dulce en la parra que protegía la terraza de nuestra habitación. Cada noche, cuando un laberinto de calles encharcadas nos arrojaba por fin en el Campiello dei Morti, después de desandar el camino desde algún sestiere más o menos lejano, la luz encendida de nuestra locanda, recortada del otro lado de la cortina de agua, parecía un faro en medio de la tormenta. Edith Piaf no mentía: comme il pleuvait, comme il pleuvait.

Entre tantas cosas, los viajes también nos enseñan a mirar el clima con otros ojos. La llovizna que ocasionalmente fastidia nuestra rutina diaria puede convertirse en el aderezo ideal de un paseo lejos de casa. Del mismo modo, los movimientos de bajamar y pleamar que harían nuestras delicias en una playa exótica son los mismos que conllevan una amenaza de muerte para una ciudad como Venecia, donde en noviembre de 1966, récord histórico, la temida acqua alta subió hasta rozar los dos metros de altura. En febrero del 86 alcanzó el metro y cincuenta y ocho centímetros. Hace poco, en el invierno de 2008, un metro y cincuenta y seis.

Pero los venecianos están acostumbrados: unos ochenta centímetros de agua les resultan tolerables cuando se registran las subidas, generalmente alentadas por las lluvias y por el siroco que sopla desde el sur, empujando al Adriático puertas adentro de la laguna. Habituados a convivir con el agua, no tienen pudor alguno ante la lluvia y siguen con su vida, caminando por la ciudad, subiendo y bajando de los puentes, trepando a los vaporettos como si nada sucediera. 

En el prólogo de su formidable libro La ciudad de los ángeles caídos, en el que John Berendt investiga el incendio del teatro La Fenice con la historia de Venecia como apasionante telón de fondo, el conde Girolamo Marcello explica cómo el ritmo de La Serenísima es clave para entender a su gente:


El ritmo de Venecia es como la respiración –dijo-. Marea alta, presión alta: tensión. Marea baja, presión baja: relajación. Los venecianos no giran en absoluto al ritmo de las ruedas. Eso queda para otros lugares, para lugares con vehículos motorizados. El nuestro es el ritmo del Adriático. El ritmo del mar. En Venecia el ritmo fluye con la marea, y la marea cambia cada seis horas.

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Venecia es una metrópolis anfibia. Flota en una laguna, bebe las aguas que le sobran al Adriático, se hizo rica y bella atravesando otros mares. Por eso siempre me ha parecido que dos de lugares más indicados para tomarle el pulso y empaparse de su historia son el magnífico Arsenal y su vecino Museo Storico Navale

Cuando caminas por Castelo y te aproximas al Arsenal, presidido por un arco triunfal del cinquecento, dos enormes torres del quattrocento y un par de leones birlados en el Pireo ateniense en el seiscientos, recuerdas, en caso de que lo hubieras olvidado, que Venecia no es sólo un mosaico de islas que bailan sobre pilotes de pino clavados en un lecho cenagoso, no sólo un espejo flotante en el que viene a reflejarse toda la luz del mundo, no sólo un delicado carnaval de encajes y terciopelo. Venecia es, antes que todo eso, el gran astillero donde miles de obreros parieron la flota de una República y llegaron a construir una galera de guerra al día.

Y el Museo Storico Navale, aun dentro de la relativa puerilidad que pueden inspirar sus maquetas y modelos a escala, te recuerda que detrás de los palacios góticos, renacentistas y barrocos que harán tus delicias en tierra firme, están las galeazas que derrotaron a los turcos en Lepanto, los buques insignia hundidos por los turcos en Dardanelli, los trirremes que hicieron la guerra en los siglos XV y XVI, los esplendorosos Bucintoros desde los cuales los dux arrojaban anillos al mar para desposarlo y dominarlo a perpetuidad, los enormes veleros coronados por cañones que tronaron a lo largo y ancho del Mediterráneo.

Venecia es agua. Lo que sucede sobre la superficie tiene, mirado con cierta perspectiva histórica, todo el aspecto de una ilusión óptica.

Una noche, rumbo a alguna taberna de Dorsoduro, pasamos por el cine Academia. La cabina de proyección de dicho cine tiene, o al menos tenía por aquel entonces, una puerta que da a la calle. Estaba abierta, y en su vano se recortaba la figura de un hombre que fumaba y leía mientras los rollos de película hacían lo suyo. Le pedimos que nos dejara entrar a ver Las alas de la paloma (el cliché y la coincidencia eran demasiado tentadores: lluvia veneciana en la calle, lluvia veneciana en la pantalla), pero la última función ya estaba en curso y no nos permitieron entrar a la sala.

Unos días más tarde, de nuevo en Dorsoduro, quisimos tomarnos revancha. Otra vez con mala suerte, puesto que resultó ser martedi, jornada de riposo settimanale según informaba un pequeño cartel. De modo que no habría función ese día y nos quedaríamos con ganas de ver, en la misma ciudad donde se habían rodado esas escenas, cómo Helena Bonham Carter y Linus Roache se besaban bajo la lluvia.

Sin embargo, nos dimos otro gusto inspirado en el séptimo arte. Un domingo, alertados por unos afiches que habíamos visto pegados en alguna pared, junto al Fondaco dei Tedeschi, fuimos a San Michele para asistir al entierro de un profesor universitario. Tras abordar el primer vaporetto en Sant’Angelo hicimos trasbordo en San Zaccaria, a esa hora de la mañana todavía libre de turistas molestos, y completamos el viaje de cuatro o cinco paradas hasta el cementerio rodeados de venecianos de pura cepa, muchos de ellos flores en mano, incluyendo un amable setentón que me dio charla todo el viaje. Había pasado varios años cargando combustible en un vapor comercial que cruzaba el Atlántico y hacía escalas en Fortaleza, Montevideo y Necochea, por lo que mi idioma le resultaba grato y familiar.

Para cuando llegamos al cementerio, deslumbrados por el espectáculo visual y sonoro que ofrecía el agua lamiendo los escalones de mármol de la entrada, ya había dejado de lloviznar. El féretro con el cuerpo de Alessandro, el viejo docente de matemática, llegaba montado en una lancha coronada de flores. No era una góndola fúnebre al estilo de Venecia rojo shocking, pero yo no pude sacarme de la cabeza a Julie Christie.

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Venecia nos perdona todos los clichés, y nosotros se los perdonamos a ella. Le perdonamos que haya bautizado un plato y un trago célebres en honor a dos pintores -Carpaccio y Bellini-, gesto que en cualquier otro lugar y circunstancias nos resultaría una verdadera cursilería, un esnobismo digno de los pretenciosos restaurantes de ciertos museos del mundo que sirven, pongamos como ejemplo, una entrada llamada Conversación bajo los olivos, un plato de nombre Las dos rayas y el congrio y un postre bautizado Las palmeras para, supuestamente, homenajear a Matisse.

Pero en Venecia no. En Venecia resulta natural y hasta simpático que, de la mañana a la noche, el mismo mozo que lleva días atendiéndote en el Florian te diga que la temporada de duraznos se ha acabado, que por lo tanto ya no puede servirte un Bellini pero que, si no te opones, te traerá un Tiziano, que se hace con uvas. Es tu última noche en la ciudad, ya no llueve pero igual decides refugiarte en una de las aterciopeladas salas interiores, como de costumbre, y aunque la orquesta insiste con Plaisir d’amour entras en razón, te das por satisfecho con tanta metáfora pictórico-gastronómica y le dices que no, que muchas gracias, que en ese caso te conformarás con un Campari. 

En honor a la verdad, los homenajes pergeñados por Giussepe Cipriani en su Harry’s Bar (se non è vero, è ben trovato) han perdido buena parte de su sentido original para convertirse en una manida postal urbana. En lo que a mí respecta, jamás pensé en el Cristo muerto sostenido por dos ángeles que había visto en el Museo Correr, en la Madonna con el niño entre las santas Caterina y Magdalena que me había deslumbrado en la Academia, ni mucho menos en el color de la toga de ningún santo cada vez que me llevaba una copa de Bellini a la boca. Y afortunadamente, deleitado como estuve con la polenta, los mariscos y los risottos, no comí carpaccio ni una sola vez, lo que ahora mismo me exime de retrotraer otras escenas teñidas de rojo profundo.

Como dice Mary McCarthy en su exquisito libro sobre la ciudad, Venecia es una postal fracasada de sí misma. Los clichés venecianos son tantos, y de tan larga data, que el más sofisticado consiste en afirmar que todo lo que hay para decir sobre Venecia ya ha sido dicho. El primero en afirmarlo, hasta donde se sabe, fue el propio Henry James, allá por 1882: No estoy seguro de que pretender añadir algo más no implique cierto descaro. Tenía razón. Y sin embargo, el hechizo que ejerce la ciudad es tan grande, que nadie se cansa de intentarlo.

Hasta un reciente premio Nobel, el turco Orhan Pamuk, viene de publicar unas páginas dedicadas a Venecia. Sin temor al lugar común, en ellas cuenta cómo lo conmovió la cantidad de parejas que vio besándose junto al puente de Rialto, y cómo cada una de esas escenas le pareció digna de una película de cine. 

¿Qué es lo que nos conduce a besarnos al ver un bonito paisaje? Debe de ser que por un momento nos damos cuenta de lo bellos que, en realidad, pueden ser este mundo y la vida. Además, tanto las estadísticas sobre turismo como los expertos en matrimonios afirman que hasta las parejas más desdichadas se sienten más próximas durante las vacaciones. Pero no todos los paisajes bonitos despiertan en nosotros el deseo de besar ni la sensación de felicidad. Algunos nos provocan temor, incluso una inquietud metafísica, otros paz y tranquilidad, y algunos, como me ocurre a mí en Estambul, amargura. De la misma forma que ciertas ciudades son lugares para trabajar, otras para divertirse, para huir de ellas sin ni siquiera detenerse, para pasar las vacaciones, para entristecerse y algunas para morir, Venecia es un lugar para ser feliz en opinión de los muchos turistas que acuden corriendo a ella. Comprendemos que se puede ser feliz en este mundo al sentir dentro de nosotros la profundidad del paisaje veneciano.  

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Todos quieren describir ese paisaje, todos quieren dibujarlo. Hay un libro reciente del inglés Peter Ackroyd, que aún no ha sido traducido al castellano (Venice: Pure city), en que el autor recupera viejas teorías según las cuales Venecia nació para ser pintada y grabada. Desde ese punto de vista, la silueta de la ciudad, que un historiador bizantino del siglo XV comparó con una escultura de exquisitas proporciones, luce incluso mejor en el lienzo o el papel que a la luz del día.

Dice Ackroyd:

La luz de Venecia es tan importante como su espacio y su forma. Reflejada en el agua, dispara la iluminación hacia arriba y hacia fuera. La luz del sol juega en las paredes y en los techos, con un continuo efecto ondulante: agita el aire y hace que todo baile. Lo que es sólido se derrama. Los edificios tiemblan en la superficie del agua, donde la piedra se vuelve color. Hace que el mármol cascado, el ladrillo manchado por el tiempo y hasta el limo de la superficie del canal se vean maravillosos.

Hay una luz resplandeciente en los días de invierno. Pero la más característica de Venecia es una luz pálida y pastosa, como la de la bruma a la deriva, polvorienta, en parte ola y en parte nube. Una luz perlada e iridiscente envuelta en niebla. Viene del horizonte y del mar, pero también del sol. Le presta unidad a todo el conjunto. 

No es casual, como recuerda el escritor inglés, que se trate de la primera ciudad europea en haber ganado iluminación para sus calles, allá por 1732, cuatro años antes que Londres.

Tampoco es casual que sea considerada la cuna del color, privilegio que podría hundir sus raíces en el hecho de que la ciudad fuera, durante mucho tiempo, centro del comercio de pigmentos. Hasta aquí llegaban los más excelsos pintores flamencos en busca de oropimente y rejalgar. Aquí se inventó el rojo veneciano y aquí Bellini y Tiziano se valieron del lapislázuli afgano para alcanzar sus violetas más profundos.

¿Y de qué color son las aguas de los canales y las lagunas de Venecia?, se pregunta Ackroyd.

Han sido descriptas como verde jade, lila, azul pálido, marrón, rosa ahumado, lavanda, violeta, heliotropo, torcaza. Después de una tormenta, su color cambia al tiempo que las aguas se airean. En una tarde cálida, hasta pueden parecer naranjas. Los colores del cielo, y los de la ciudad, se refractan en óvalos ocre y azul. Son todos los colores y ninguno. Esas aguas no poseen el color: lo reflejan. Se transforman en lo que contemplan.

Dice Pamuk que el frescor de las mañanas venecianas, la hermosura de su paisaje y el balanceo del traghetto sobre las aguas del Gran Canal despertaban en él la sensación de tener por delante un tiempo infinito, la fantasía de que viviría miles de años. 

Tiene mucho sentido que un paisaje que parece eterno, y por lo demás divorciado en muchos aspectos de la vida moderna, contagie cierta idea de inmortalidad. 

En todo caso, al cabo de unos días ese cuadro urbano que parece concebido para un museo hace carne en ti, y Venecia se transforma en una sensación casi física: los pies húmedos, las piernas doblegadas de tanto subir y bajar escalones, la mente perdida en un dédalo de calles, soportales, patios, canales, plazas, salizadas, rivas, fundamentas…

Son muchas las cosas que no entiendes, pero al menos dos te quedan muy claras. Primero, que las orquestas de San Marcos seguirán tocando, aun bajo la lluvia, como si tuvieran la certeza de que la ciudad nunca se irá a pique. Luego, que el agua seguirá moldeando los encantos de Venecia y barrerá todos y cada uno de los clichés con que hemos tropezado sus visitantes. Mientras no la engulla del todo, la dejará limpia y reluciente para la próxima víctima, que mojará sus pies a la caza de un nuevo adjetivo para trazar su retrato. Y vuelta a llover sobre mojado. Serenamente, como si nunca hubiera llovido, como si nadie hubiera escrito. Porque tenía razón Henry James: lo grave sucederá el día en que haya algo nuevo para decir sobre Venecia.

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(*) Esta crónica integra mi libro Una Forma de Viajar. Placeres Mundanos, que publicó Aguilar en 2010.







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