VENECIA SEGÚN NOOTEBOOM

En pocos días Ediciones Siruela publica en español el último libro del gran escritor holandés Cees Nooteboom: Venecia. El león, la ciudad y el agua. Aquí, un adelanto de esas páginas imprescindibles para lectores viajeros y para viajeros lectores (*).

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La primera vez

La primera vez, siempre existe una primera vez. Corre el año 1964; un antiguo tren traqueteante de la Yugoslavia comunista; destino final: Venecia. A mi lado, una mujer joven, americana. El largo viaje hasta aquí se nos nota en la cara. Todo es nuevo. Nos tomamos la ciudad tal como se nos presenta. Carecemos de expectativas, excepto las relacionadas con el nombre de la ciudad, así que todo nos parece bien. El misterioso tejido de la memoria lo archiva todo. El tren, la ciudad, el nombre de la joven. Ella y yo nos perderemos el rastro, llevaremos vidas diferentes, nos reencontraremos al cabo de mucho tiempo al otro lado del mundo, nos contaremos nuestras vidas. Más de cincuenta años después, aquel primer día de 1964 dará lugar a una historia, un relato llamado Góndolas. La ciudad y todo lo que con el tiempo ha ido desapareciendo constituiría el telón de fondo de esta historia.

Estamos en 1982, otra ciudad, otro tren. En Londres, una amiga me ha acompañado a Victoria Station. Me dispongo a tomar el Orient Express a Venecia.

Pero el tren no está. Resulta que ha sufrido una avería y que no cruzaremos el mar, sino que lo sobrevolaremos. Finalmente, al cabo de dos días, el tren partirá de París, un tren nocturno. Recuerdo las estaciones de noche, las voces en la oscuridad, el ritmo propio de los trenes, los invisibles percusionistas que se alojan en algún lugar debajo de los vagones, los megáfonos emitiendo mensajes en diferentes idiomas.

Reconocí a las personas que habían estado conmigo en Londres en el andén vacío, y entre ellas no había espías ni grandes amores ni nadie digno de protagonizar una novela. Las notas sobre este viaje se hallan en otro libro, de modo que ya no necesito llevarlas conmigo. Hace ya muchos años que guardé en este libro la lámpara rosa de mesa del lujoso tren, junto con los pasajeros vestidos de etiqueta, los extensos menús, el francés de los camareros y sus uniformes, al igual que el uniforme azul celeste del hombre que gobernaba nuestro compartimento y que ahora ronda por los sótanos de la memoria. A él tampoco puedo ya conservarlo. Es la misma vida, sí, pero ahora tengo otras cosas que hacer: voy de camino a la segunda vez de la primera vez. En esta ocasión, no compartiré la ciudad flotante con nadie. En mi «entonces» de hoy estamos en 1982. El tiempo presente de mis oraciones se encuadra en una repetición continua; a partir de este momento llegaré a Venecia y volveré a partir. La ciudad me atrae y me repele, me alojaré cada vez en un sitio diferente, seguiré escribiendo y leyendo sobre ella. La ciudad se tornará parte de mi vida, tal como yo nunca lo seré de la suya, y erraré por su vida como una pequeña mota de polvo. Ella me engullirá tal como ha devorado siempre a todos sus amantes y admiradores que en el transcurso de los siglos se han postrado a sus pies, como si ellos mismos se hubieran transformado, de manera imperceptible, en mármol, en una parte del aire, del agua o de la acera, algo sobre lo que uno camina, la mirada dirigida hacia el resplandor perpetuo de palacios e iglesias, un participante efímero en la historia del león, la ciudad y el agua.

Lenta llegada

En el hoy de entonces, la niebla cubre el valle del Po. No me apetece leer, así que me dedico a contemplar las pinturas móviles del exterior: una palmera falsa, un naranjo podado cuyos frutos cuelgan de forma ridícula, como un reproche, pero ¿un reproche a quién? Unos sauces que bordean un río contaminado de color marrón, unos cipreses talados, un cementerio con unos mausoleos enormes, como si residieran ahí unos muertos pretenciosos, unas sábanas rosas tendidas en una cuerda, un barco varado con la quilla podrida, y de repente me desplazo por el agua, por la blanquecina y espejeante llanura de la laguna cubierta por la bruma. Apoyo la cabeza contra la fría ventana y vislumbro a lo lejos el atisbo gris de algo que debe de ser una ciudad y que ahora solo es visible como una intensificación de la nada: Venecia.

En el vestíbulo de la estación ya he olvidado el tren, barnizado de color marrón, que se queda atrás en el andén otoñal. Vuelvo a ser un pasajero corriente que ha llegado de Verona y que se apresura con una maleta hacia el vaporetto. «Sobre los lóbregos canales se arqueaban altos puentes, había un oscuro olor a humedad, moho y podredumbre verde, la atmósfera de un pasado misterioso y secular, un pasado de intrigas y de crimen: unas figuras sombrías avanzaban por los puentes, junto a los muelles, envueltas en capas, enmascaradas; ¡más allá dos bravi parecían querer arrojar el cadáver de una mujer blanca desde el balcón... al agua silenciosa! Mas no eran sino espectros, fantasmas de nuestra imaginación...».

Este no soy yo; es Couperus. Frente a mí no hay un espectro, sino una monja. Tiene la cara blanca, alargada y fina, y lee un libro sobre educazione linguistica. El agua, aceitosa, es de un tono negro grisáceo, y el sol no brilla en ella. Pasamos por delante de muros cerrados, deteriorados, cubiertos de musgo y de moho. Delante de mí unas figuras oscuras cruzan el puente. Hace frío sobre el agua, un frío húmedo y penetrante que llega del mar. En un palazzo veo a alguien encender dos velas de un candelabro. Todas las demás ventanas están cerradas detrás de unos postigos descascarillados, y en ese mismo instante se cierra también la última. Una mujer da un paso al frente y hace un gesto que no puede ser otro: se acerca a los postigos con los brazos muy abiertos, su figura recortada contra la tenue luz, y se oscurece a sí misma hasta la invisibilidad. Mi hotel está justo detrás de la Piazza San Marco. Desde mi habitación del primer piso veo un par de gondoleros que a esta hora de la noche aún esperan a turistas, sus negras góndolas meciéndose suavemente en el agua color muerte. En la plaza busco el lugar donde vi por primera vez el campanile y San Marco. De esto hace ya mucho tiempo, pero aquel instante sigue grabado en mi memoria. El sol rebotaba en la plaza contra las redondas formas femeninas de arcadas y cúpulas, el mundo hizo un giro de noventa grados y sentí que la cabeza me daba vueltas. En aquel lugar el ser humano había creado algo imposible: en un par de terrenos pantanosos, había inventado un antídoto, un remedio mágico contra toda la fealdad del mundo. Esas imágenes las había visto yo cientos de veces y, sin embargo, no estaba preparado para ellas, porque me enfrentaba a la perfección. Aquel sentimiento de felicidad que me embargó nunca me ha abandonado. Recuerdo que me encaminé hacia aquella plaza como si estuviera haciendo algo prohibido; salí de los angostos y oscuros callejones y me adentré en aquel gran rectángulo desprotegido, bañado por la luz del sol, con aquella cosa asomando al fondo, aquel inverosímil encaje de piedra. Desde entonces he visitado Venecia a menudo y, aunque el flechazo de la primera vez no se ha repetido, subsiste en mí esa mezcla de embeleso y confusión, incluso ahora, con las brumas y las pasarelas elevadas. ¿Cuánto pesarán todos los ojos juntos que han visto esta plaza alguna vez?

Camino por la Riva degli Schiavoni. Si doblara hacia la izquierda me perdería en el laberinto, pero no quiero ir a la izquierda: quiero seguir caminando sobre esa frontera medio velada entre la tierra y el agua hasta llegar al monumento a los partisanos: la gran figura caída de una mujer muerta contra la que rompen las pequeñas olas del Bacino di San Marco. Es cruel y triste este monumento. La noche tiñe de negro el gran cuerpo sombrío que parece balancearse un poco. Las olas y la bruma me engañan; a causa del movimiento del agua, el cabello de la mujer parece esparcirse, como si la guerra se estuviera librando ahora y no entonces. La figura es de grandes proporciones porque quiere actuar sobre nuestra memoria; una mujer abatida a tiros, exageradamente grande, que yace en el mar hasta que, como todos los monumentos, dejará de encarnar el amargo recuerdo de una guerra y de un movimiento de resistencia concretos para convertirse en el símbolo de que siempre habrá guerra y resistencia. Y, sin embargo, con el transcurso del tiempo, con cuánta facilidad se despoja a una guerra de la sangre vertida. En el libro que llevo conmigo, The Imperial Age of Venice, 1380-1580, las batallas, la sangre y los Estados se han tornado abstracciones representadas por sombreados, flechas y fronteras cambiantes en el mapa de Italia, África del Norte, Turquía, Chipre y lo que ahora corresponde al Líbano y al Estado de Israel; las flechas alcanzaban Tana y Trebisonda, junto al mar Negro, llegando hasta Alejandría y Trípoli, y por las rutas de esas flechas regresaban las embarcaciones con el botín de guerra y con las mercancías que hicieron de la ciudad acuática un tesoro bizantino.

Cojo un barquito hasta la Giudecca. No se me ha perdido nada aquí. Las iglesias de Palladio se alzan como herméticas fortalezas de mármol que los transeúntes rodean como si fueran espectros. La gente está en casa: detrás de las ventanas se oye el sonido amortiguado de los televisores. Recorro algunas calles con la intención de llegar al otro lado; aun así no lo consigo. Apenas distingo ya las luces de la ciudad. Así me imagino yo el limbo: callejones sin salida, puentes y recodos imprevistos, casas abandonadas, sonidos no identificables, el bramido de una sirena de niebla, pasos que se alejan, transeúntes sin rostro, la cabeza envuelta en un chal, una ciudad cargada de sombras y del recuerdo de sombras, Monteverdi, Proust, Wagner, Mann, Cou- perus errando en la perpetua proximidad de esa agua negra revestida de muerte, pulida como una lápida de mármol.

Al día siguiente visito la Accademia. He acudido a ver la tan mundana Cena en casa de Leví del Veronés, pero están restaurando el lienzo y han cerrado la sala con una mampara. Los dos restauradores, un hombre y una mujer, sentados uno al lado del otro en un banco alargado, reparan las baldosas que están debajo de dos personajes, el rosa y el verde, por llamarlos de alguna manera. Con la ayuda de una barra, en cuyo extremo hay fijada una bola blanca, frotan una superficie diminuta del lienzo haciendo que sus colores se tornen más claros. La mujer, vestida de rojo, hace juego con una de las figuras del cuadro. De vez en cuando los restauradores dejan caer sus barras químicas y discuten acerca de un color o de una dirección con gestos tan teatrales como los del Veronés. No recuerdo si fue Baudelaire quien comparó los museos con los burdeles; en cualquier caso, lo cierto es que siempre hay más cuadros que quieren más de ti de lo que tú quieres de ellos. Esto es lo que hace opresivo el ambiente de los museos: tantos metros cuadrados, pintados con un propósito determinado, que buscan captar tu atención y que, sin embargo, no te dicen nada, que solo cuelgan de las paredes para ilustrar un periodo de la historia, para representar nombres, perpetuar reputaciones. Sin embargo, hoy, mientras me alejo decepcionado del Veronés, al que no tengo acceso, tengo un golpe de suerte.

Algo en un cuadro que ya he pasado me obliga a volver a él, mi cerebro ha quedado enganchado en algún lado. Del pintor, Bonifacio de’ Pitati, no había oído hablar nunca. La tela lleva por título Apparizione dell’Eterno y hace honor a su nombre. Sobre el campanile —que de hecho se derrumbó en 1902, lo que el pintor, muerto siglos atrás, no podía saber— pende una amenazadora nube oscura. La parte superior del campanile es invisible, la nube se compone de diferentes capas, y, con los brazos extendidos, un anciano envuelto en su manto, que parece una nube aún más oscura, vuela en el cielo, rodeado de cabezas y de partes del cuerpo —la sombra de una manita, un bracito rechoncho volando hacia arriba— de ese género de ángeles poco agraciados llamados putti. Escapando de la oscuridad del manto y del menor mal de la nube, una paloma difunde una extraña y penetrante luz. Gracias a la educación que recibí en mi juventud, estoy perfectamente capacitado para interpretar este tipo de imágenes. Representan al Padre y al Espíritu Santo, sin la compañía del Hijo, sobrevolando la laguna a gran velocidad. La basílica de San Marco está recreada con pinceladas finas; todo lo demás está borroso. Cuesta creer que esta iglesia pintada hace tanto tiempo esté ahora tan cerca de mí. Seres humanos, esbozados con trazos ligeros, ocupan la plaza. Algunos alzan sus brazos, translúcidos como alas de mosca; y, sin embargo, esta manifestación de lo Eterno no provoca un pánico colectivo, como el que se desata en un tiroteo. Aunque algunas velas de las embarcaciones reciben la luz de la paloma, ningún personaje de la plaza se torna nómino (carecen todos ellos de rostro y por lo tanto de nombre, de carácter; solo representan una multitud). Con dificultad se distingue en el pavimento pintado el contorno de un perro, una mancha que representa un perro entre otras manchas también materiales que no representan nada, que no son sino matices de color y de piedra, no sustantivos, sino de valor adjetival. Un personaje carga sobre sus espaldas un tonel o un pesado haz de leña, por lo que camina encorvado; un gran número de figuras se arremolinan en torno a una, no está claro por qué; del alero de un puesto callejero penden mercancías, liebres alargadas, telas, fajos de espliego (solo el pintor sabía lo que había ahí). La Aparición impulsa sus sombras diminutas hacia la dirección de su vuelo; las cúpulas de San Marco son estrechas y abombadas, como si no le hubieran salido bien al soplador de vidrio, demasiado altas y finas.

Una vez más observo con atención, como si me encontrara entre ellos, esas extrañas filas de criaturas humanas, los venecianos de antaño. Hacen cola como en una parada de autobús inglés, pero sin parada; al parecer, la espera a la que están obligados empieza en un misterioso lugar en la nada, el lugar que me gustaría encontrar luego en la plaza, indicado por una fórmula que solo yo fuese capaz de interpretar. Y así yo, y nadie más, podría contemplar la Eternidad, que ahí, solo ahí, disfrazada de anciano que persigue una paloma, pasaría volando como si aún fuera capaz de adelantar a Ícaro.

(*) Siruela publica hoy este adelanto y aquí lo reproducimos con la expresa autorización de la editorial.