IN MEMORIAM ARTHUR FROMMER

Fue dios para un par de generaciones de viajeros. Y sus guías, la biblia sin que ninguna valija o mochila estaban bien hechas. Estas líneas trazan una brevísima biografía y evocan algo de lo mucho que aprendimos y descubrimos con él.

Antes, mucho antes de internet, de instagram, de los blogs, de los youtubers, de los podcasts, de las aplicaciones para el celular y de los chats de inteligencia artificial; también antes de que sumáramos a nuestro equipaje la exquisita erudición de Cees Nooteboom, o el afinado ojo de Robert Kaplan, o las sustanciosas páginas de Paul Theroux (es decir: antes de que descubriéramos los libros de viajeros mayúsculos); antes viajábamos con él casi que como único compañero de ruta, quizá acompañado de un Hallwag plegable (para los amantes de los mapas) o de una guía Michelin (para los más ilustrados).

Arthur Frommer (1929-2024) fue dios para un par de generaciones de viajeros, y sus guías la biblia sin la que ninguna valija o mochila estaba del todo bien hecha. Ahora que acaba de partir, con 95 años a sus espaldas, los obituarios de aquí y allá coinciden en que democratizó el arte de viajar y abogó por el turismo sostenible (digamos mejor responsable) mucho antes de que ese concepto cotizara en alza.

Su primera guía (Europe on 5 dollars a day) se publicó en 1957 y agotó rápidamente los cinco mil ejemplares. Para mediados de los 60, cualquiera de sus títulos tiraba un promedio de 300 mil copias. En 1977 vendió la editorial a la firma Simon & Schuster y amplió el catálogo (que naturalmente para entonces ya firmaban múltiples autores) cubriendo unos 300 destinos. Más tarde, sin dejar de publicar guías impresas, el imperio Frommer (que hoy continúa su hija) se mudó a internet y creció tentacularmente.

Había nacido en Lynchburg, Virginia, de padre austríaco y madre polaca. Estudió Ciencias Políticas y Derecho, y fue reclutado por el ejército en 1953, durante la guerra de Corea. Hablaba tres idiomas, lo que seguramente fue determinante para que lo destinaran a una unidad de inteligencia en Alemania, donde escribió una guía para que los soldados aprovecharan mejor su dinero en sus escapadas que resultaría la base de su primer libro para turistas. Una vez que fue dado de alta del ejército se instaló en Nueva York, donde trabajó buen tiempo en un conocido estudio de abogados. Cada año, religiosamente, aprovechaba su licencia de un mes para viajar a Europa y actualizar la información rumbo a la siguiente edición de su guía.

Desde el kilómetro cero se movió por el viejo continente tentado por lo que hoy llamaríamos experiencias auténticas, más amigo de las pensiones baratas o de las pequeñas posadas que de los grandes hoteles (que también sabía recomendar, faltaba más), defensor a ultranza del transporte público, del contacto con los lugareños y de la gastronomía local.

Sus libros no estaban pensados para el disfrute literario, pero derrochaban valiosísima información en cada párrafo (Frommer fue también periodista, editor y conductor de radio), y aunque su gran público original fue la clase media norteamericana que se animó a cruzar el Atlántico tímidamente, terminó cambiando la visión del mundo de mucha gente.

A su manera, catequizó al contagiar el entusiasmo por lo distinto, lo alternativo, lo singular; explicando las ventajas de viajar en temporada baja y de evitar los sitios más trillados, revelando mil y un trucos para que la caminata por tal barrio, la noche en tal teatro o la excursión a tal sitio arqueológico te rindieran más.

Cada viajero sabrá lo que le debe. Yo quiero evocar, ahora mismo y a cuenta de miles de recuerdos, el pequeño gran hallazgo de la mejor habitación con la mejor terraza de la mejor locanda en el mejor campiello para disfrutar Venecia con presupuesto ajustado, cuando aprendimos que un cruce en traghetto podía ser tan inspirador como un paseo en góndola; la revelación del inolvidable y desparecido Olcott de la calle 72, en el Upper West de Manhattan, donde podías pagar por semana un studio del tamaño de un apartamento y jugar a que vivías a metros del Dakota sin liquidar todos tus dólares; las mesas (y las sopas) del fallecido restaurante Des Beaux-Arts en St.Germain-des-Prés, donde también gracias a él encontramos nuestro adorable primer domicilio parisino en los años 80: el studio Dumas del Hotel Bonaparte, con sus vigas de madera en el techo y su femme de ménage que venía una vez por semana. Y ya que estamos, haberme guiado hace 30 años hasta Kolonaki, que además de una sonora palabra resultó ser el barrio de moda en Atenas y el sitio perfecto para comprarle un anillo a la Sra.A. en nuestra lejana luna de miel.

Buen viaje, don Arturo.

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