PORQUÉ VIAJAMOS
El miedo pasará. La pandemia también. Los vuelos cancelados, los museos cerrados y las fronteras blindadas pronto serán una anécdota. Y volveremos a viajar. Como lo hemos hecho siempre. Por una sencilla y poderosa razón: nada nos hace más felices.
No lo dicen los agentes de viaje, lo dicen los expertos de universidades como la de Harvard o la de Jerusalén. Sesudos científicos que se dedican a estudiar el comportamiento humano y que cada vez que se sientan a estudiar lo que hace más feliz a la gente llegan a la misma conclusión: el consumo de bienes materiales, por atractivos que resulten, proporciona una dicha de corto vuelo; pero las experiencias espirituales más poderosas, y su recuerdo almacenado en la memoria, se transforman en un gozo a largo plazo. Y entre esas experiencias, pocas como el viaje.
Viajar es una cuestión de fe. No importa en qué Dios creamos, ni se creemos en alguno o no. Siempre andamos nostálgicos de los primeros pasos de Adán y Eva, que el día en que fueron expulsados del Edén se convirtieron en los primeros viajeros de la historia. Sabiéndolo o no, nosotros soñamos desandar sus pasos y retornar al jardín que ellos perdieron. Por eso nos deslumbra, con entusiasmo casi infantil, un médano aparentemente inexplorado, y ante él fingimos comportarnos como verdaderos descubridores. No importa en qué playa. Por eso bautizamos insistentemente como paraíso ese rincón en el mundo que anhelamos nuestro y solamente nuestro. Por eso soportamos gustosos las múltiples fatigas y afanes que supone todo traslado, y aceptamos dócilmente la carga de trabajo que comporta todo viaje.
Viajamos, también, porque llevamos en la sangre la pasión de los peregrinos: desde Egeria, aquella gallega que ya en el siglo IV tomaba nota de sus viajes, hasta el jesuita Richard Lassels, que en el libro de 1670 que cuenta su periplo por Italia acuñó el término Grand Tour; desde los griegos que se desplazaban de Atenas a Delfos a consultar al oráculo, hasta los romanos que tendieron acueductos para importar la deliciosa costumbre de los baños. Porque viajar también fue, dicho sea de paso, una cuestión de salud.
Y un acto religioso. La más placentera forma de asociar ideas y religar las cosas que nos han alimentado el alma y endulzado el corazón: esa esquina de Rio de Janeiro suena a Tom Jobim y a Vinicius de Moraes, por ese puente de París va a aparecer una musa de Cortázar, esta fuente de Roma (ahora vacía), me recuerda aquella maravillosa película de Fellini. No hace falta mucho más para ser feliz. Por eso viajamos.