UNA NOCHE EN RIZOMA

Escondida en un bosque de La Juanita y a las puertas de José Ignacio, la librería más original de Uruguay ofrece no sólo la cafetería de rigor y un apreciado restaurante: también un pequeño hotel de cuatro habitaciones, capaz de hacer las delicias de los más leídos y los más viajados.

El prólogo no puede ser más erótico, porque el simple gesto de retirar las llaves de la habitación en la que uno se dispone a pasar la noche (y convertirla con ello en su propio hogar así sea por apenas 24 horas), tiene lugar en el mismo mostrador en el que Rizoma despacha sus libros.

Para más datos, el siempre excitante trance del check in está aquí desprovisto por completo de cualquier otro trámite, cualquier otro gesto: ni los consabidos requiebros que uno podría esperar de un gran palacio o de un pequeño hotel con encanto, ni los fastidiosos trámites a que suele obligar incluso el establecimiento más mediocre. Es decir, nada de toallitas calientes ni copa de champagne de bienvenida, pero tampoco interminables formularios para completar ni largos intercambios de documentos. Apenas la confirmación de un nombre y la llave se deslizará sobre la tapa de un libro, o de un par de libros, lo que suma a la estadía en Rizoma un aire casi clandestino, como de novela policial o película romántica.

El placer se prolonga casi de inmediato, apenas unos pasos más allá, cuando atravesada la librería e ignorada con disimulo la cálida cafetería para la que ya habrá tiempo, el viajero traspasa la puerta de vidrio que, oportuna y sádicamente reza: Hotel sólo huéspedes. Después, sólo resta darle dos vueltas a la cerradura. O lo que es lo mismo, dar vuelta la página, asomarse a otro mundo y habitarlo poéticamente, como hacemos cada vez que descubrimos un hotel.

Rizoma, inaugurado a fines de 2020, es un proyecto familiar liderado por el argentino Eduardo Ballester, que se inspiró en la obra de Gilles Deleuze y Félix Guattari para bautizarlo. Se trata de un singularísimo multiespacio que, también a la manera del rizoma botánico que extiende sus tallos horizontalmente, combina librería, cafetería-restaurante, hotel y hasta una galería de arte que le abre espacio a las cerámicas de Marcela Jacob, esposa del dueño de casa.

Del celebrado diseño del lugar se ocupó el arquitecto porteño/puntaesteño Diego Montero, que dispuso una enorme caja de madera pintada de rojo como espacio central (con algo de Torre de Babel y de Komorebi japonés al mismo tiempo), de la que se desprenden dos pasillos transversales que conducen uno al hotel y otro al taller de cerámica. Al fondo, a la vista ya desde la entrada, la enorme chimenea de la cafetería en la que manda Tomás Ballester.

La librería, alma del lugar, es un auténtico paraíso para bibliófilos que da cabida a unos 15 mil volúmenes en los que conviven (deliberadamente sin indicaciones ni letreros de ningún tipo) una multiplicidad de géneros y de temas: hay clásicos y novedades editoriales, narrativa e historia, poesía y filosofía, arte y cómics, sociología y gastronomía… El espacio se articula a partir de un ambiente octogonal desde el que se elevan altísimas estanterías, y sugiere un pequeño e ilustrado laberinto bañado por la luz natural que se filtra desde lo alto y a través del entramado de las paredes.

La cafetería sirve lo previsible, pero lo hace muy bien. Además de los expressos, los capuchinos, los americanos, los macchiatos y los lattes de rigor, hay medialunas y croissants, huevos revueltos, yogur con granola, tostadas con palta, sandwiches, chipás, brownies y otras tentaciones dulces; limonadas, jugos, cervezas, vinos por copa y sidra. Allí sirven el desayuno, el almuerzo (a la carta, que varía diariamente) y la merienda por la tarde; y en temporada baja están abiertos sólo de viernes a domingos, entre las 9 y las 19.

De nuevo en la habitación (130 dólares desayuno incluido a inicios de setiembre), que es a lo que hemos venido especialmente esta vez, resulta todo lo que cabe esperar de un lugar así bajo un bosque de pinos en la costa atlántica uruguaya: tonos cálidos, pisos y paredes de madera, camas enormes y comodísimas, dos tipos de almohadas, sábanas, toallas y batas de impoluto blanco, un pequeño jardín privado en cada una de ellas, entrada independiente para volver de la playa por el día o retornar por la noche cuando la librería ya está cerrada. Punto alto (altísimo) para las generosas y potentes duchas; punto no tan alto para la calefacción, que aquí depende de un aire acondicionado que el viajero de sueño liviano preferirá apagar por la noche en favor del contundente acolchado.

Hay wifi pero no televisión, afortunadamente, porque nadie en su sano juicio echaría en falta un control remoto con semejante librería a tan pocos pasos de su cama.

Después de la siesta inaugural y del primer café, seducido por la idea de hacerme de un libro allí mismo, yo me decanté por V13 (no parecía lo más apropiado para una escapada romántica pero la mano de Emmanuele Carrère se impuso igualmente), y la Sra. A se dejó tentar por Pobre Crisp, de Edmund De Waal, en edición bilingüe de la casa.

A la mañana siguiente, despejada la niebla matinal que vestía el paisaje de La Juanita con ropaje de misterio, coincidimos en la cafetería con un padre y su pequeño hijo, que no estaban alojados allí. Placeres de la temporada baja, nos distrajimos ligeramente del desayuno y paramos la oreja para deleitarnos con una puntual y oportunísima conversación sobre la diferencia entre bibliotecas y librerías. No se consigue en cualquier hotel.